Share:

Renovar la fe

El escenario actual muestra una generación cada vez menos convencida de la educación superior como modelo de crecimiento profesional, y aquellos jóvenes que sí eligen estudiar en universidades se enfrentan al creciente desafío que es encontrar un primer empleo.

En Colombia, la tasa de desempleo de la población joven es del 18,7% (DANE). Esta es una cifra elevada no solamente en comparación con la media general (10%), sino también en comparación con la misma métrica en otros países (en promedio, 14,9%).

En todo el mundo, estamos viendo cifras inéditas de deserción en la educación superior (algunos países reportan hasta un aumento del 50%) y aunque el número absoluto de matrículas no ha sufrido un drástico descenso (en parte, debido al aumento de la población), la tasa relativa de jóvenes inscritos a programas de educación superior sí se ha visto disminuida significativamente (UNESCO).

Los jóvenes de hoy no la tienen fácil. Para nadie es un secreto que la pandemia afectó el mercado juvenil de forma especialmente cruel. Según la OIT, “La proporción de jóvenes desempleados o que no siguen ningún programa educativo o de formación (jóvenes ‘nini’) en 2020, el último año para el que se dispone de datos a escala mundial, aumentó hasta alcanzar el 23,3%”.

La ilusión que, durante décadas, impulsó a generaciones a profesionalizarse parece estar menguando. Quizás hoy la promesa de un trabajo estable y un crecimiento sostenido para los profesionales sea menos creíble que ayer, y eso haya conllevado a que se esté perdiendo la fe en la educación superior como opción de vida. Esto es lamentable. Una sociedad desencantada de la educación como modelo de superación está condenada a perpetuar inequidades, aumentar los índices de pobreza multidimensional y retardar los avances tecnológicos, sociales y culturales.  

Pero esto no es culpa de los jóvenes. La creciente -y, ¿por qué no?, desmedida- oferta de educación formal ha desembocado en un voraz mercado de títulos en el que no basta ya con ser profesional, sino que exige tanto para el nivel de entrada laboral que para muchos no vale la pena apostarle a este camino.

A un joven de hoy no le basta con mostrar un título de pregrado, ni siquiera con mostrar buenas notas o un notable desempeño extracurricular. Para el cargo de pasante se exige la formación del profesional y el cargo del profesional se pretende remunerar como pasante. Esta peligrosa inversión de las cosas está alimentada por una verdad incómoda y muy poco reconocida: la profesionalización ha desplazado a la formación a través del trabajo.

A diferencia de generaciones anteriores, en las que la profesionalización era significativamente menor y se esperaba que el trabajador aprendiera la labor por medio del trabajo, ahora que tanto se estudia, las expectativas son muy altas y es muy poco el margen de tolerancia al error. Se supone que, habiendo ya estudiado tantos años, el trabajo es el lugar para “mostrar cuánto se sabe”.

Y no.

Cualquier trabajo, pero especialmente el primer trabajo, es un espacio de tanto aprendizaje como la propia universidad. Si esto se pierde de vista, se lastima al joven que pretende seguir creciendo y se disuade a toda una generación que, frustrados por no cumplir con las expectativas, deciden buscar otras vías de crecimiento.

Los actuales niveles de desempleo juvenil comprometen tanto a profesores como a empleadores. Creer que la crisis de confianza en la educación formal es una “vuelta” a los viejos tiempos en que las personas no necesitaban profesionalizarse para crecer económicamente es un craso error. No se trata de que los jóvenes ahora encuentren más prosperidad económica en la industria por fuera de la universidad, sino que no ven en la universidad la vía para entrar a la industria.

Yo no creo que el problema se resuelva actualizando el currículo o que los estudiantes deban ser entrenados en las competencias “del mundo de hoy”. Bien preparados sí están; al menos, tanto como pueden estarlo (y más de lo han estado nunca en la historia). Más bien, debemos dirigir la atención a preguntarnos si los empleadores están preparados para la responsabilidad que implica recibir al talento joven.

Brindar el primer trabajo a alguien demanda un especial compromiso con su formación, su crecimiento personal e, incluso, con su proyecto de vida. Los empleadores deben abrazar abiertamente las pasantías y los programas de capacitación que permitan a los recién graduados adquirir experiencia y enfrentarse al mercado laboral con confianza y seguridad.

Todo esto es agotador en lo profesional y en lo personal, pero es la mejor inversión.

Sí, los trabajadores jóvenes son fugaces, poco les atrae la estabilidad y el crecimiento dentro de la empresa, son más distraídos, se frustran fácilmente, tienen pobre manejo del estrés y dan muchas cosas por descontado. Pero también son audaces, creativos y entusiastas. Son un constante desafío que impulsa el crecimiento de la empresa tanto cuanto ellos mismos crecen. Son lo que revitaliza a la empresa y, aunque no sean para siempre, son lo que nos permite tener fe en que mañana estaremos mejor que hoy.

A mis estudiantes y al equipo de brillantes jóvenes que me acompañan día a día.

Imagen de referencia