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Una triste mirada a nuestro barrio

Dirigir la mirada a nuestro barrio, Latinoamérica, por estos días no resulta para nada esperanzadora, muy por el contrario, sentimientos y emociones negativas nos embargan y nos increpan de manera cada vez más violenta, nos ponen en conflicto, nos tensionan y nos enfrentan. Pareciera que las diferencias pesan mucho más que la realidad que nos reclama enfrentar problemas antiguos y nuevos.

América Latina, que tan brillantemente lo expresa Mauricio García Villegas, en “El Viejo Malestar del Nuevo Mundo”, un ensayo, tal como él lo plantea, sobre las emociones tristes de nuestro subcontinente, sus desafueros y sus pesares, que son el resultado de la mezcla entre los problemas viejos con los nuevos problemas.

A diferencia de aquellos Estados que alcanzaron el desarrollo, las problemáticas premodernas, aún nos acompañan: el problema agrario, el de la educación, la pobreza, la desigualdad e incluso la falta de eficacia de los Estados, nunca se han resuelto del todo. A ellos hay que agregarles los problemas nuevos: el calentamiento global, las migraciones, las luchas reivindicativas en la lógica emergente de los derechos humanos, generan, por decir lo menos, un cóctel más que complejo.

Hace una semana en Argentina se vivieron las primarias para elegir los candidatos de los pactos políticos para ser alternativas de gobierno y se decantó en la emergencia de un candidato como Milei. En una época en que aún no hemos resuelto el problema de la eficiencia del Estado, los argentinos votan mayoritariamente por un candidato antiestatal que plantea una reducción dramática de los ministerios, la eliminación del banco Central Argentino, la dolarización de su economía y que incluso se profundice el proceso de privatizaciones que involucren el cuerpo y los derechos de las personas, “que venderse sea una decisión individual y que el Estado no lo impida”, podríamos parafrasear.

Ése es el candidato más votado, un autodenominado “anarcocapitalista”, un recolector de emociones negativas de los jóvenes argentinos hartos de la política y sin claras proyecciones de futuro, un provocador que nace al amparo de los medios de comunicación que buscan rating, que favorecieron el surgimiento de un monstruo que puede ser peor que la enfermedad que aqueja por tantos años al vecino país.

En Ecuador se viven horas cruciales. Mientras escribo estas líneas se empieza a desarrollar una elección que se ha teñido de dramatismo y que ha instalado el miedo de manera brutal en los espacios en que debe predominar la paz, la calma y la razón. Más de 13 millones de ecuatorianos están llamados a las urnas en un complejo escenario dominado por la violencia y la inseguridad que amenaza al país.

Estamos hablando de una elección presidencial para un período de apenas un año y medio, en que la crisis institucional se buscaba solucionar por los mecanismos democráticos, pero la actuación de los poderes del Estado, claramente enfrentados, generaron las condiciones para que aflorara lo peor del Ecuador: el asesinato del aspirante Fernando Villavicencio el 9 de agosto pasado, es la prueba más palpable de que los riesgos de seguridad, de violencia y de corrupción son los “invitados privilegiados” de una acto que debería ser pacífico, republicano y propositivo.

En Chile el escenario no es menos complejo, ad-portas de conmemorar los 50 años del golpe de Estado más sanguinario de su historia, en un contexto político en donde los que admiran al dictador Pinochet parecen convertirse en la fuerza política más importante del país. El presidente Boric vive momentos críticos, la salida del ministro Giorgio Jackson, lejos la figura más cercana al mandatario, hace poco más de una semana, no ha calmado las aguas y la oposición envalentonada se niega a sentarse a la mesa para legislar sobre temáticas tan relevantes como la reforma tributaria y previsional.

Día a día surgen nuevas y amenazantes exigencias para con el gobierno y la opinión pública parece no entender y valorar la complejidad de los acontecimientos. En las sombras un proceso constituyente que parece no importar a nadie y que, los más seguro por lo demás, es que la propuesta se rechace, elevando a Chile, un país considerado de tradición republicana, en un campeón mundial de rechazar proyectos constitucionales. El resultado es, por lo menos, preocupante: una posible mayoría de ultraderecha, con la constitución de la dictadura y la permanencia de los graves problemas de desigualdad, metidos todos en la juguera, el cóctel no es para nada prometedor.

En Colombia la situación no es mucho mejor, después de casi un año de asumir el primer gobierno de izquierda en la historia del país, se enfrenta a la peor crisis de lo que va del mandato del presidente Petro. De escuchas ilegales, la destitución de altos funcionarios de la máxima confianza del presidente, las tensiones legislativas y el estancamiento de reformas claves del programa de gobierno generan una crisis de gobernabilidad democrática que se ha transformado en el imperativo fundamental para el actual gobierno.

La situación se asemeja a la de Chile: coaliciones de gobierno de extrema izquierda, obligadas a morigerar sus posturas, buscar alianzas hacia las izquierdas más tradicionales, detener las reformas estructurales traicionando su programa de gobierno y lograr el adecuado término de su mandato. En el camino victoriosos y derrotados, entre estos últimos, los anhelos de millones de postergados que creyeron que la salud, la educación, las pensiones, la vivienda podían ser una prioridad hoy.

En el horizonte de América Latina los miedos y los fantasmas. Las amenazas que interpelan nuestras históricamente débiles democracias son torpedeadas por personalismos autoritarios y populistas que se alimentan de un escenario complejo. La democracia está hoy, al menos en el cono sur americano, en una de las más profundas crisis desde la recuperación de la democracia entre las décadas de 70 y el 80 del siglo pasado. El juego de la política se centra en la destrucción del adversario, no en la posibilidad de resolver los problemas de la gente, de mirar el futuro con responsabilidad y compromiso.

No es para nada extraño que, en las últimas 16 elecciones presidenciales en América Latina, se haya impuesto siempre la oposición. El discurso ya está aprendido, si la oposición es la derecha, la narrativa se construye en torno al desprecio que el gobierno tiene sobre las temáticas sociales y se elaboran programas ambiciosos que pronto chocan con una dura e insoslayable realidad impuesta por poderes fácticos que han elaborado fuertes redes para mantener sus beneficios y privilegios.

Si la oposición es la derecha, la narrativa que se impone es la del miedo, la lucha contra la corrupción y poner fin a la extrema violencia que afecta al respectivo país, imponiendo en la conciencia colectiva la necesidad de ralentizar y/o postergar los anhelos de justicia social.

Más allá de las ficticias fronteras que surgieron en los albores de la independencia, los latinoamericanos compartimos más que una historia colonial común. Nuestras realidades, con problemas viejos y nuevos, nos interpelan de la misma manera, nos enfrentan a escenarios más que conocidos, en donde se perpetúan desigualdades y se generan condiciones para defender mezquinos intereses. Pocas son las voluntades de hacernos cargos de verdad de nuestras realidades, la política se juega desde la lógica de la oposición por la oposición, de la mayor posibilidad de desacreditar al que gobierna ya que ello me abre las puertas para ser gobierno, aunque sé que no superará un período.

Así, a los viejos problemas, seguimos agregando los nuevos. Las políticas de mediano o largo plazo no existen. La legislación es sólo bomberil, busca apagar incendios y reacciona coyunturalmente si la gente expresa con violencia su malestar, aunque siempre encuentran las herramientas para detener los amplios movimientos sociales y volver a encauzar a nuestra Latinoamérica, en la realidad de siempre, que no resuelve y que acumula problemas.