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El deber de cuidar la institucionalidad democrática

Aquellos que realizamos docencia y trabajamos con nuestros alumnos con la idea de que se integren constructivamente en una sociedad democrática, tenemos no pocas dificultades al enfrentar situaciones que emanan nuestras instituciones,  en especial de aquellas que están llamadas a favorecer el correcto desarrollo de la democracia y la participación ciudadana.

Las instituciones democráticas abarcan una amplia gama de instituciones del Estado y sus autoridades y también aquellas entidades u organizaciones que se instituyen como espacios de interés por la cosa pública y, que al mismo tiempo, se erigen como medios, a través  de los cuales, se supone, se representa a la ciudadanía. Las organizaciones vecinales, los partidos políticos, los medios de comunicación, los sindicatos, las organizaciones estudiantiles y profesionales, en fin, todos aquellas instituciones intermedias entre la familia y el Estado que permiten y favorecen instancias en que se dialogue, proponga  y debata de cuestiones que nos interesan a todos, en especial a aquellos que buscan representar.

Sabemos que la democracia se basa en el supuesto de que se reconozca a todas las personas el derecho a integrarse a la gestión de los asuntos públicos. En cada uno de esos espacios, el ideal ilumina en la senda de que los cargos de representación demandan un compromiso permanente y bajo la atenta supervisión del ciudadano común y corriente que busca, en derecho por lo demás, sentirse representado con aquel que ha sido investido de tal o cual autoridad. Sin duda que deben ser personas preparadas, que están en la lupa pública y que deben ser capaces de, a través de las instituciones a las que representan, de hacer visible la voluntad de la ciudadanía, favoreciendo la cohesión y la justicia social, en definitiva, persiguiendo el bien común.

Este tema, desde mi perspectiva, resulta ser crucial si queremos avanzar en democracia, generar una cultura democrática que nos permita enfrentar las amenazas siempre latentes que la colisionan, la desprestigian y terminan nublando el sentido común. La forma más concreta en reconocer la cultura democrática tiene relación en que estemos conscientes y comprometidos a entender que los problemas y conflictos que podamos enfrentar se solucionaran de mejor manera con más y no con menos democracia.

Para lo anterior resulta fundamental que las instituciones democráticas y las autoridades que las representan reconozcan la relevancia que tienen en su ejercicio. La Unión Interparlamentaria, emitió en 1997 una “Declaración universal sobre la democracia”, en la que detalla una serie de aspectos que es relevante tener en cuenta a la hora de comprender elementos y ejercicios del gobierno democrático. Desde esta perspectiva las instituciones democráticas y sus autoridades, en especial las de nivel estatal, deben favorecer la participación popular, proteger la diversidad, el pluralismo y el derecho a ser diferente en un clima de tolerancia; acercar la toma de decisiones a la ciudadanía, entendida como un derecho y una necesidad para dar legitimidad a los actos y las decisiones públicas; mediar entre las tensiones y mantener el equilibrio entre las aspiraciones individuales y colectivas, entendidas desde la lógica de la justicia social y de la solidaridad más que desde la competencia y un mezquino interés puramente personal.

Muchos considerarán que lo anterior son palabras bonitas, de buena crianza, pero creo que, en la medida que se eleven a una lógica del pacto social, en que somos capaces de reconocer y compartir su relevancia, la utopía se convierte en la aspiración que nos debería movilizar, en especial a aquellos que asumen el rol de autoridades en las instituciones que están llamadas a preservar y proteger la democracia. He ahí muchas veces el dilema, no nos ayuda mucho en la construcción de una cultura democrática cuando las autoridades convocadas a cuidarla se olvidan de su trascendente rol y se dan gustitos personales que sólo los desprestigian  y, por consiguiente, a las instituciones a las que representan.

Todo este preámbulo para expresar mi preocupación por situaciones que han ocurrido en Chile en las últimas semanas y que nos hablan de una clase política que no reconoce su rol, no comprende la relevancia de la investidura y las consecuencias que pueden tener sus dichos y actos en la preservación de la democracia. Hace unas semanas un invitado a una reunión privada con el Presidente de la República que buscaba  generar una mesa de diálogo para enfrentar  con sentido de Estado la compleja situación de la llamada Macro Zona Sur, producto de situaciones nunca superadas entre el Estado chileno y el pueblo mapuche, se dio el gusto de grabar parte de la intervención del presidente de la República y luego filtrarla a los medios de comunicación. Qué mejor referencia desde el diálogo democrático una reunión en la que convergieran las más variadas miradas para aunar criterios que dieran luces para avanzar, aunque sea un poquito, en un conflicto que parece escalar. Cuando la filtración se hizo pública y no se reconocía al autor de ella, las voces de todos los sectores estuvieron a la altura de las circunstancias, todos, sin excepción, estuvieron de acuerdo de que la acción no sólo estaba reñida con la ética, sino que era un delito, tipificado en la legislación nacional y que se debían perseguir, hasta las últimas consecuencias, las responsabilidades.

Una vez identificado el hechor, para los más directamente involucrados, el asunto tuvo un cariz diferente: ya no era un delito, era sólo un error; ya no era una falta a la ética, muy por el contrario, el autor estaba generando un respaldo para después cobrarle la palabra al Presidente de la República. ¿No tendrán claro estas autoridades del daño que hacen a la institucionalidad democrática conductas como éstas? ¿Hasta qué punto la defensa de la trinchera política es más importante que el honor y la palabra empeñada? ¿Saben que el ojo crítico de la ciudadanía está haciendo su análisis y perdiendo la confianza en sus autoridades y representantes?

Hace ya algunos meses, después de un litigio de años, la Corte Suprema de justicia falló en contra de las instituciones de salud privada en Chile  (Isapres). Según el largo proceso y el dictamen final, éstas instituciones hicieron por  años cobros abusivos a sus afiliados, en un monto superior a los 14 mil millones de dólares. En el lenguaje corriente, esto es a todas luces un delito, por el cual, y en mucha menor escala, hay varios chilenos privados de libertad. El resultado apuntaba a elevar a las instituciones judiciales (desde el primer tribunal hasta el último) como protectores de mecanismos de control independientes, imparciales y eficaces que son la más relevante garantía del Estado de derecho y del funcionamiento de la democracia. Estaban dando un fallo que se convertía en un ejemplo del valor del respeto a las normas, de la equidad en los procedimientos y de lo trascendente de reparar las injusticias. Lamentablemente todo ello se ve empañado cuando la vocera de la Corte Suprema se da un gustito personal e instala la idea de que las Isapres sólo deben devolver el dinero a los afiliados que las hayan demandado; unos días después un grupo de parlamentarios presenta una propuesta de ley para diferir o devolver a través de prestaciones los bienes devengados de sus afiliados.

Las interpretaciones no sólo resultan ridículas, son aberrantes y empañan el rol del cual están investidos, amañan las decisiones de los tribunales de justicia quien sabe a qué intereses, lamentablemente no a los correctos. ¿Se les debe recordar a estas autoridades a quiénes deben proteger, qué intereses velar? ¿Se darán cuenta que ahondan en el sentimiento de vulnerabilidad que el ciudadano común construye en contra de estos poderes fácticos?

Creo que podríamos abundar en situaciones que nos hablan de casos parecidos, la casuística sólo busca ser una referencia para instalar que actos como estos no nos ayudan a los profesores, a las familias a educar en democracia, muy por el contrario, ponen más de una piedra en el camino que genera situaciones reprochables e indefendibles. ¿Será necesario recordarle a cada una de nuestras autoridades lo que la ciudadanía espera de su alta investidura? ¿Es necesario que se les trasmita un decálogo de conducta ética que inspire su rol? ¿Deben tener clases de lo que significa su contribución al correcto funcionamiento de la institucionalidad democrática antes de asumir tan altas responsabilidades?

Las instituciones y los procesos democráticos demandan de una clase política empoderada de sus responsabilidades; que el norte de sus actuaciones siempre debe estar inspirado por el objetivo más alto de una comunidad que se define como democrática, el bien común;  que la vida es mejor cuando toda una comunidad está bien, no sólo un parte; que si bien podemos equivocarnos, es de nobleza reconocerlo y no construir una narrativa que al ojo del ciudadano común genera vergüenza y desprestigio.