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¿Qué pasó con la fiebre constituyente en Chile?

He revisado con mucha acuciosidad la prensa chilena durante las últimas dos semanas y he llegado a una conclusión, espero que sea más mediática que real, que  la fiebre constituyente en Chile parece una cosa claramente del pasado. Aquello que inundó nuestros medios de comunicación radial, televisivo, escrito y digital por un tiempo tan prolongado, hoy aparece claramente invisibilizado y deja al proceso vivido casi como un desvarío febril que fue oportunamente atacado por antibióticos y antipiréticos que vinieron de los más variados sectores de nuestra sociedad.

En un país caracterizado por una democracia electoral con estrechos espacios para la participación ciudadana, hace más de diez años, en un proceso electoral, se abrió, de manera más o menos formal, un anhelo que parecía que nuestra sociedad necesitaba y requería: concluir la transición a la democracia, dejar a tras el período nefasto de la dictadura a través de generar una nueva carta fundamental que nos permitiera pensar más en el Chile que se quiere, que se anhela, que en el Chile del pasado que nos sigue dividiendo y que mantiene en el aire, el anacronismo dictatorial, a través de un espíritu constitucional, favorece la desigualdad, la discriminación y, aunque no lo exprese literalmente, un Estado subsidiario que instala desigualdades injustificables en términos de salud, educación, pensiones y vivienda.

Sí, hace diez años, un grupo de personas llamó a marcar los votos de un elección, no recuerdo si era parlamentaria o municipal, con la inscripción “AC” en uno de los extremos superiores del voto para expresar, con un poco de formalidad, un anhelo que la institucionalidad vigente no permitía, y  generar un proceso ciudadano que llevara a Chile por una nueva constitución. Recordemos que la estrecha democracia chilena reduce el espacio de la participación ciudadana al voto y niega mecanismos democratizadores como los plebiscitos vinculantes, el referéndum, la iniciativa legal de ley, los mandatos revocatorios, entre otros. La elite política, de los más variados sectores, se sentía muy cómoda con la expresión, bien poco democrática en mi interpretación por lo demás, del ex presidente Ricardo Lagos, “dejemos que las instituciones funcionen”.

Los tiempos que se habían tomado las instituciones para dar el salto y superar el pasado dictatorial , en la lógica de “la sociedad de la aceleración”, como dice el filósofo alemán Hartmut Rosa,  eran más que suficientes para muchos de los que anhelábamos el cambio, pero no para la clase política profesional, con exclusividad en la toma de decisiones, que parecía ajustarse al modelo, sin reconocerlo por lo demás y dilataba o desoía la señales que venían de la ciudadanía.

No fue mucho lo que impactó aquella iniciativa ciudadana, tomada como informal por la clase política, en los derroteros que nuestra institucionalidad. En el segundo gobierno de la Presidenta Michelle Bachelet se intentó un proceso ciudadano, a través de cabildos de distintos niveles territoriales, que aportarán principios, valores, derechos y deberes que debían inspirar nuestra nueva constitución. Su impacto, mirado como un proceso alejado de los espacios del poder, fue visto sólo como un saludo a la bandera. A pesar de que muchos fuimos los que lo aprovechamos para generar encuentros que permitieran recabar insumos ciudadano, la llegada al poder del presidente Sebastián Piñera mandó  al cajón de los recuerdos todas aquellas reflexiones.

La institucionalidad ni siquiera se hacía eco de las manifestaciones ciudadanas, muy por el contrario se ufanaba de la realidad chilena y la elevaba, como tantas veces en esta lógica del exclusivismo de este país, desde la Carta de Jamaica de Simón Bolívar por lo demás, a “una isla de paz y tranquilidad” en el contexto de la conflictuada América Latina. El discurso de Sebastián Piñera, en la famosa performance de Cúcuta a principios de 2019, venía a poner el último clavo al sarcófago en que se guardaron las propuestas, los deseos y el trabajo de chilenas y chilenos que vieron en los cabildos un espacio para sensibilizar a la clase dirigente sobre la necesidad de encauzar, aún en esta estrecha democracia, un proceso que se hacía necesario. Pocos meses después, la realidad del país diría algo muy distinto.

En octubre de 2019 se generó el estallido social que, entre otras consideraciones, levantaba la necesidad de generar una nueva carta constitucional que reflejara lo que el país quería en su institucionalidad con respecto a aspectos que las manifestaciones sociales habían instalado a través de amplios movimientos callejeros. Se confirmaba la constante política de algunos años, la clase dirigente muy conforme con la situación, se veía espoloneada de manera coyuntural, por manifestaciones sociales en favor de cambios estructurales en la educación, las pensiones y la salud, sin duda los ejes más relevantes. A pesar de que el diagnóstico demostraba condiciones en “estado de cuidados intensivos”, pero que recibían pequeñas píldoras desde la institucionalidad que, con suerte, calmaban el dolor, pero no enfrentaban el problema de fondo.

Octubre de 2019, el alza en el precio del transporte público generó un estallido social violento, disruptivo del orden, complejo en sus definiciones y anónimos en sus responsables. Se extendió como reguero de pólvora y la “isla de Piñera” parecía colapsar en una verdadera erupción volcánica. El 15 de noviembre del mismo año, casi un mes después, una clase política trasnochada, con caras de miedo e incredulidad hizo un esfuerzo por salvar la institucionalidad que se veía arrasada por la ola de fuego y brasas de la erupción social, presentaban al país el famoso “Acuerdo por la paz y la nueva constitución”. Sí, la nueva constitución, casi se daba por hecho.

No vale la pena recordar aquí el derrotero electoral que deambuló en muy poco tiempo en anhelos triunfalistas y legitimadores del nuevo proceso, a la negación del mismo y a que los grandes beneficiados de la opción “Rechazo” llegaran incluso a afirmar que la ciudadanía “nunca había pedido una nueva constitución”, e incluso, los sectores más cercanos a la herencia dictatorial, interpretaron el resultado como una clara muestra de adhesión a la constitución heredada de la dictadura y con sus respectivos paquetes pactados de reforma.

Los más variados espacios informativos del Chile de hoy están preocupados por la inflación, por la visita del presidente Gabriel Boric a la Araucanía, por la propuesta de reforma al sistema de pensiones ingresada al Congreso hace unos diez días, a la caótica elección del presidente de la cámara de diputados, mientras la cocina política, con un grupo pequeño dice estar trabajando en un acuerdo que nos lleve nuevamente por el camino constituyente.

El problema es que el discurso se vuelve nuevamente excluyente, en manos de la clase política profesional que, si mal no recuerdo, hizo un expreso y largo mea culpa, hace un poco más de dos años, de que no había sabido leer y representar las grandes preocupaciones de la ciudadanía. Son los mismo que hoy se reúnen, con menos publicidad y mayor silencio, a definir lo que parece un verdadero eufemismo, algo que instaló el discurso, esta vez no menos excluyente del ex presidente Ricardo Lagos, de los llamados “bordes constitucionales” Sí, es la clase política que la que va a rayar la cancha, la que va a decidir qué temáticas se pueden y cuáles no discutir durante el “nuevo proceso constituyente”. Es dicha clase la que va a definir qué espacios de participación tendremos como ciudadanos. La experiencia indica que no serán muchos…

También debemos asumir nuestras propias responsabilidades en el fracasado proceso que generó una fiebre constituyente que pareció empoderar a la ciudadanía. Sin duda que el resultado demuestra que no se estuvo a la altura de las circunstancias, que los poderes fácticos triunfaron a pesar de que parecían no tener el sartén por el mango, que en algunos momentos se tornaron humildes antes la expresión de fuerza de la ciudadanía, pero que nunca perdieron la fe en revertir el proceso, aplicar suero a la vena del entramado social, vender más de alguna información falsa, alterar desde los sentimientos los ánimos y recuperar el poder y protagonismo.

Así estamos hoy en Chile, con una mesa de trabajo de los partidos políticos con presencia del gobierno, que entrega información a cuenta gotas, que no se atreve a ponerse fechas, que reniega de las demandas ciudadanas, y que crea, al estilo de Orwell, un nuevo lenguaje para explicar  ideas que son abiertamente contradictorias. Impone en muchos de nosotros la sensación de que estamos avanzando pero no sabemos para dónde.

Hoy el proceso constituyente no vende en los medios informativos, la temperatura ha sido controlada por los mismos poderes de siempre, estamos a merced de una clase política que ha hecho poco y que parece que muy poco puede y quiere hacer. Que las barricadas se instalan desde las más diversas veredas, la excusas para no avanzar en un proceso ciudadano llegan a ser irrisorias, pero a pesar de ello se sienten con el poder de instalarlas.

Han pasado, para la sociedad de la aceleración de Hartmut Rosa, y en la lógica contradictoria del discurso orwelliano, “largos dos meses” y nada en blanco tenemos. Es hora de escuchar las demandas, en especial de aquellos que fueron enviados al frente por los mismos de siempre y que se prestaron para dar la cara y argüir toda clase de fundamentos de lo nefasto del proceso y de la nueva constitución.

Poco o nada he leído de los “Amarillos por Chile” en la prensa, que tuvieron más de un titular de importantes diarios de circulación nacional y que demandaban una nueva constitución pero “ésta no”; los demócratas cristianos descolgados han hecho noticia por crear un nuevo referente ideológico que los acerca a su verdadero domicilio político, pero nada han expresado sobre la necesidad de superar una carta constitucional con graves ilegitimidades de origen, contenido y contexto; los ex presidentes, que a través de su indefinición o su rechazo, tuvieron una tribuna política que parecía revivirlos después del “retiro forzoso” producto de las  responsabilidades que el sentir popular del estallido les achacaba, volvieron nuevamente a su anonimato, no son titulares de prensa, ni invitados a espacios de discusión, a nadie les parece interesante sus divagaciones, volvieron a donde el sistema los había enviado y que los revivió sólo por intereses coyunturales; también es el momento de la ciudadanía, aquella que creyó en muchos de estos planteamientos, que creyó que lo que estaban rechazando en “una mala propuesta constitucional” y no una real necesidad de disponer de una nueva constitución que se haga cargo de las demandas más sentidas por la ciudadanía, hay que demandarles el protagonismo que parecen no interesados en comprometer y que, por lo demás, será invisibilizado, “en la medida de lo posible” por los mismos poderes de siempre. El proceso constituyente en Chile va camino al congelador.