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La historia, entre el logos y el mito

En la clase que más disfruto cada semana, con un grupo de persona de la tercera edad que se caracterizan por su interés por aprender, por estar dispuestas siempre a reflexionar, por ir más allá de lo evidente, me tocó sensiblemente el comentario de una de ellas cuando me dice, según lo recuerdo: “Profesor, a mí me interesa conocer la verdadera historia, no quiero más mitos”. En ése mismo momento traté de hurgar en mi memoria para expresar, desde mi reflexión, un conocido pasaje de un escrito de Nietzsche, en la “Historia Abscondita” que ahora les comparto como una cita textual,  “Toda historia será puesta en la balanza…y miles de secretos del pasado se arrastrarán desde su madriguera, hasta ponerse bajo el sol. En absoluto se puede prever cuánto llegará a ser historia alguna vez. ¡Tal vez el pasado está siempre  esencialmente sin descubrir!”.

Recordé que la frase de Nietzsche la había leído en la introducción a la Historia General de Chile de Alfredo Jocelyn Holt y siguiendo los planteamientos del reconocido historiador chileno busqué elementos que me permitieran dar respuesta a la interesante pregunta que se me planteaba. Lo que quería expresar, al parafrasear la cita de Nietzsche, tiene relación con la esencia misma de la producción histórica, ya que cada generación cuestiona, desde códigos muy generacionales por lo demás, a su pasado, buscando muchas respuestas a temáticas que adquieren, en dicho contexto, un interés especial. Ya, en la Historia de los Anales y en la Defensa de la Historia Marc Bloch nos justificaba la relevancia de entender el pasado desde el presente.

En general, para nuestra América Latina el género histórico se ha elevado a una especie de reflexión política en clave filosófica moral. Ha sido un espacio siempre para reflexionar, cuyos aportes se han materializado en los programas educacionales de cada uno de nuestros países, en las orientaciones doctrinarias de los partidos políticos, en la relación entre los representantes del mundo de la academia y del poder y en la generación de memorias emblemáticas que dan sentido y coherencia a las memorias sueltas que cada uno de nosotros ha construido. Es decir, la influencia de la Historia es transversal, desde los intereses de los grupos que ejercen el poder hasta los ciudadanos comunes y corrientes que buscan darle sentido y coherencia a sus recuerdos personales de vida.

Como ya lo he planteado en otras columnas, es muy posible que procesos que podemos cada uno de nosotros visibilizar en nuestros particulares países, puedan encontrar sintonía en el resto del continente ya que compartimos grandes acontecimientos históricos que nos han hermanado. El derrotero liberal que acompañó ideológicamente a nuestros héroes de la independencia tiene su correlato en las primeras expresiones historiográficas que se produjeron a la luz de las visiones republicanas e ilustradas que los inspiraban. A dicha corriente liberal le sobrevino una corriente más conservadora, que compartía con la anterior,  visiones más elitistas, menos inclusivas pero con una versión más autoritaria.

El desarrollo de la sociedad de masas, los movimientos democratizadores, la emergencia de nuevos actores sociales y el empoderamiento de nuevos grupos de opinión, apoyados por un desarrollo tecnológico que favorecía un contacto transversal con la información, se expresaron en nuevas formas de escribir el pasado y reflexionar sobre la Historia. Preocupación por visibilizar actores colectivos de la historia, el pueblo, los trabajadores y por dar relevancia a los aspectos más inmateriales, las mentalidades fueron nuevas interrogantes que el presente buscó dar respuesta y favoreció una nueva forma de pensar el pasado.

Lo que busco dejar en claro, es que no podemos relacionarnos con la Historia desde una lógica hegemónica, cada uno de los intentos explicativos  invitan siempre a la sospecha. No significa que las visiones anteriores las desechemos o consideremos falsas, siempre que valoremos la importancia y el rol que se le asigna al tratamiento de los hechos históricos que sustentan las visiones explicativas.

Aún nos queda mucho por aprender, mucho lo que vamos a reescribir, antiguos y nuevos acontecimientos históricos impactarán en nuestras memorias, circunstancias contemporáneas especiales demandarán nuevas respuestas, el proceso está siempre abierto y en construcción.

Si entendemos la Historia como la propensión a tratar de dar sentido a cómo las generaciones se mueven a través del tiempo, es decir, buscamos averiguar desde dónde venimos y a presumir hasta dónde deseamos llegar, visión que, por lo demás, es relativamente contemporánea, en gran medida desencadenada por una propuesta liberal e ilustrada que generó, desde el mismo lenguaje descriptivo de la disciplina, una distancia que parecía irreversible con la manera mítica de ver las cosas y muy enraizada en la forma en que vivían, pensaban y se comportaban nuestros pueblos originarios.

Para ellos, parafraseando al historiador Chileno Julio Retamal Favereau, se instalaban en una consciencia de verdad única, sin estar afectados por la obsesión racionalista de desentrañar sus orígenes y sin pretender mayor certeza que la que les ordenaba su fe religiosa. Una propuesta muy lejana a lo que Occidente levantó como uno de sus más importantes logros, es decir, la progresiva secularización, la relevancia de separar de manera brutal la esfera religiosa de la espiritual, de poner fin, a diferencia de muchas otras tradiciones y culturas, a ese estado de inmanencia religiosa que aportaba poco o nada a dar respuesta a los grandes problemas de la vida, más terrenales, mundanos, que espirituales.

La Historia de nuestra América Latina nos demuestra esto con extraordinaria claridad y crudeza, mientras nuestros pueblos originarios se movían por el tiempo con más certezas que dudas, ya que no se planteaban la necesidad de poner a prueba sus creencias, la llegada de los europeos desde fines del siglo XV los obligó a enfrentar cara a cara su posible impugnación, el mundo les cambió de golpe: ya sea porque su mundo colapsó; porque sus ideas fueron aniquiladas gracias a la fuerza de las armas;  porque algunas fueron capaces de adaptarse o; porque lograron subsistir pero mezcladas con mucho de las nuevas ideas. Dejaron de moverse en un mundo estable, construido por una especie de fe mística, que no exigía la prueba de la certeza irrefutable, ni necesitaban de las periódicas revisiones y/o reformulaciones a la manera que tiene Occidente de mirar las cosas.

Conceptos de incivilizado, bárbaros, que viven en la más completa ignorancia, que son flojos y despreocupados, que no generan riqueza, sin proyección de vida ni de futuro, fueron algunos de los epítetos que comúnmente aparecían en nuestros textos de historia para tratar de describir las formas de vida de los sobrevivientes de nuestros pueblos originarios. La imposición política, la destrucción de sus estructuras sociales, culturales y económicas, la misma fuerza de las armas podían hacernos prever que el triunfo del mundo racional sobre el místico sería total y permanente. Pero la Historia avanza por oleadas, ideas que parecían destruidas, aniquiladas, busca su manera de sobrevivir. Ante una nueva etapa del modelo Occidental, con expresiones claras de un individualismo asocial, con un conflicto vital con la naturaleza y una crisis cada vez más profunda del modelo de desarrollo, hemos mirado de manera más positiva la forma de ver del mundo de nuestros pueblos originarios. Hoy, entre los que me incluyo, no son pocos los que nos inclinamos a pensar  que los pueblos que construyeron una conciencia mítica tienen una visión menos contaminada, más virginal, más poética y, sin duda, más espiritual del mundo. A ello podemos sumar, por lo demás, que nos hemos encontrado en la cara de que ellos aciertan más de lo que nuestro soberbio racionalismo pensó y que sus ideas mantienen fuerza a pesar de los abusivos esfuerzos por descartarlas.

Incluso la misma evidencia científica nos interpela hoy a reconocer que los mitos, ante determinadas circunstancias, pueden ser más iluminadores que las versiones históricas racionalistas. Tenemos la obligación de reconocer que los mitos son poderosas creencias que movilizan nuestros recuerdos y memorias. No descartemos su utilidad que nos pueden ofrecer respuestas cuando la historia racionalista y la ciencia fallan. Existe siempre espacio suficiente para reflexionar e investigar históricamente, pero sin menospreciar per se el mundo mágico y mítico que surge de la espiritualidad del hombre. Esto mismo explica  el interés creciente de investigaciones asociadas a la cosmovisión de nuestros pueblos originarios para buscar respuesta a los temas vinculados al medio ambiente, a los tiempos geológicos, las dimensiones étnicas y culturales.

En definitiva, la Historia es un juego del tiempo sobre hipótesis que esperan ser siempre contrastadas, es más que explicaciones racionales, es más que mitos, mucho más que intentos, supuestamente objetivos, de cómo mirar la realidad y desentrañar el curso del tiempo. La Historia demanda posicionamiento ético y político, nos eleva a nosotros mismos, con nuestra racionalidad y espiritualidad a cuestas, a creadores de Historia. En dicho proceso levantaremos, destruiremos y reviviremos visiones racionales y mitos.