El colapso del sistema penal
Otra vez, se está “cocinando” una reforma al proceso penal. Seguramente, por eso hemos visto reaparecer noticias sobre su inminente colapso.
Entre las varias que han salido esta semana, está la alerta que presentó el Presidente de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia. Habló de un índice de 90% de impunidad, de más de 3,3 millones de procesos activos y la cantidad de casos que pierde la Fiscalía en juicio. Según explicó, “El reto que tenemos es solucionar los problemas que registra el sistema penal porque, de no hacerlo, entraríamos en una grave crisis”.
La verdad es que esta situación no es nueva. En el “balance de los primeros 5 años de implementación del SPOA” que publicó la Corporación Excelencia en la Justicia hace más de una década, ya se reportaba que:
“(…) si se consulta actualmente la opinión de académicos, litigantes e incluso algunas autoridades sobre lo que ha sido la implementación del SPA, no será extraño encontrar afirmaciones como ‘el sistema penal acusatorio hizo agua’, ‘colapsó el sistema acusatorio’ o ‘existe una crisis de la justicia penal colombiana’”.
En ese mismo documento, la CEJ se refirió a “cifras de impunidad que, según la metodología empleada, podían calcularse incluso en un 99%”.
En realidad, prácticamente, desde sus inicios el sistema penal diseñado por la Ley 906 de 2004 amenazaba con colapsar. Más aún, si entendemos este término como la incapacidad de evacuar sistemáticamente las entradas recibidas, habría que reconocer que el modelo nació ya colapsado.
Esta no es una forma figurada de expresarse. Literalmente, nunca hemos logrado, siquiera, balancear las entradas con las salidas. En los primeros cinco años del sistema, se recibieron 2’129,990 noticias criminales y, durante ese mismo periodo, apenas se evacuaron 955.799 procesos. Nadie puede, entonces, seriamente mantener que el “colapso” nos toma por sorpresa.
¿Qué hacer al respecto?
Dicen que los penalistas tienen como hobby reformar el código de procedimiento penal. Y no lo dicen en vano: el actual, que cumple ya 20 años, es -en términos comparativos- un anciano. Antes de la Ley 906 de 2004, fue la Ley 600 de 2000 y, antes de ella, el Decreto 2700 de 1991. Previo a nuestra actual Constitución, la situación era, incluso, peor. En tan solo una década tuvimos tres códigos diferentes: el Decreto 50 de 1987, la Ley 2 de 1982 -que adoptó el Decreto 409 de 1971- y el Decreto 181 de 1981. Eso, sin contar las reformas tramitadas en esos años.
A propósito: que la duración de nuestro actual código no nos engañe. En la historia reciente es el que más nos ha durado, sí, pero desde su promulgación ha sido modificado en más de 30 ocasiones. Incluso, en el 2017, se diseñó un procedimiento especial que hoy existe junto con el originalmente diseñado en el 2004. Además, los anteriores códigos no han sido derogados del todo: aún tenemos varios procesos que se siguen bajo la Ley 600 del 2000 e, incluso, hay algunos -imprescriptibles- que se tramitan con códigos procesales anteriores.
Ahora, otra vez, se plantea una reforma. Nuevamente, hemos identificado los puntos clave que, al modificarse, permitirán solucionar los principales problemas del sistema con el anhelo de volverlo, cuanto menos, estable. Sin embargo, me temo que tampoco esta vez lograremos hacerlo.
Pero mi pesimismo no es, en sí, porque sea una tarea imposible de realizar. Es, más bien, por el método: intentar corregir desde la norma los problemas que existen en nuestra normalidad. Es que, en verdad, las fallas que tiene nuestro sistema no son -al menos, no principalmente- defectos del articulado. De hecho, me atrevo a decir que, en mi opinión, nosotros no tenemos un mal diseño; nuestro sistema, en teoría, es muy eficiente.
El problema es de la práctica. Mucho más de lo que se pretende con la reforma, se lograría implementando otro tipo de medidas. Por ejemplo, un sistema de calendarios compartidos (me explico: Google calendar, Outlook, etc.) que muestren la disponibilidad de las partes y asistan a los jueces a la hora de agendar las audiencias. Sistemas de autenticación biométrica (que los hay, y baratos) que permitan reconocer a las partes al momento de ingresar a una sala virtual a través de su cámara web ahorrarían tiempo valioso en la instalación de las audiencias. Estas y muchas otras soluciones ya existen hoy, pero no en nuestro sistema.
El asunto es que para nada de eso se requiere tramitar una ley, pues la infraestructura normativa ya está; lo que se requiere es algo mucho más complejo: presupuesto, voluntad política y capacidad de ejecución. De ahí, mi pesimismo.