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¿Por qué algunos todavía sueñan con el socialismo totalitario?

Hay que definir el socialismo totalitario como el proyecto político que pretende controlarlo todo mediante el Estado. Controlar la economía, la política, la educación, todo, utilizando una dictadura de partido único (o el liderazgo carismático personal) y la burocracia estatal para ejercer un dominio completo y asfixiante.

Este proyecto se derivó de las teorías del cambio social de Marx y tiene varios puntos en común con el modelo fascista de Hitler y Mussolini: lleva a la creación de un sistema represivo, policial, que sirve de soporte al dominio del partido único o a la dictadura de un jefe que se impone al resto del grupo, a veces utilizando métodos despreciables, como ocurrió bajo Stalin y con la dictadura camboyana de Pol Pot.

Es cierto que el móvil principal de los marxistas de los comienzos de la revolución socialista representaba un compromiso sincero con los trabajadores y, en general, con las masas empobrecidas, y por eso cuestionaron a los mercados, a la economía privada y al poder de los poderosos en la economía y la política.

Esta crítica, muy de Marx, no solo buscaba exaltar a los oprimidos y explotados, sino destruir al propio sistema que alimentaba esa opresión y explotación, mediante fórmulas pensadas por el pionero y sus discípulos con las cuales se pretendía construir una sociedad nueva, diferente al capitalismo.

Es claro que en el punto del proyecto social y del combate al capitalismo hubo claras diferencias entre la dictadura marxista y la fascista, por más que tuvieran similitudes hasta en asuntos de fondo en cuanto al manejo político, al eliminar la crítica utilizando la violencia y al ensombrecer las relaciones sociales con procedimientos oscuros. 

Los marxistas siempre han visto al mercado y a la economía privada como el enemigo a vencer; los fascistas, no. De hecho, los primeros promovieron una revolución para destruir al capitalismo en defensa de los intereses populares, en tanto que los segundos se aliaron con el gran capital en el marco de un Estado muy interventor, que también buscaba controlarlo todo, pero desde una perspectiva distinta.

El marxismo pretendía cambiar el entorno social para construir una sociedad socialista o comunista; el fascismo nunca tuvo este fin, y más bien se convirtió en la punta de lanza principal de la contrarrevolución anticomunista, mediante un poder fuerte, basado en lo policial y lo militar, en el partido único y en el líder carismático. 

Los movimientos neofascistas contemporáneos de Europa y los Estados Unidos conservan este motivo primordial anticomunista, pero sin ligarse mucho al capitalismo estatalizado de sus hermanos ideológicos, pues han derivado hacia un neoliberalismo crudo y rudo, hacia un capitalismo salvaje que no respeta a la humanidad ni al medio ambiente, sino solo las ganancias de los ricachones.

La historia de la sociedad humana es el gran laboratorio en el cual se prueban las ideas y comportamientos de los agentes políticos; la experiencia histórica permite establecer, sin riesgo de dogmatismo, qué funciona o qué no funciona de las teorías de los grandes maestros relacionadas con el cambio social.

El modelo del cambio social de Marx (que se aplicó en el siglo XX por sus discípulos desde los tiempos de la Revolución Rusa) tiene los siguientes elementos esenciales: a) una supuesta dictadura de las clases trabajadoras; b) la dictadura de un partido único, que Lenin y otros marxistas pulieron en sus escritos; c) el control total de la producción y la distribución económicas por parte del Estado, es decir, del partido único y de la burocracia; d) el manejo totalitario de la cultura, de la ideología y de los demás momentos de lo que Marx llamó la superestructura.

Este fue el modelo aplicado por los seguidores de Marx en todo el planeta, prescindiendo de los matices. O sea, el proceso empezó por Rusia en 1917, siguió con China en 1949, y cristalizó en Cuba en 1959, aparte de servir de guía de muchas de las revoluciones anticoloniales de Asia y África, que vieron en el socialismo una solución para sus problemas ancestrales. 

Este es el modelo que despertó la esperanza en una utopía revolucionaria realizable, más allá de los intentos de los utopistas anteriores a Marx y Engels, o de los propósitos descabellados de los anarquistas socializantes del siglo XIX. Y este fue el modelo que fracasó estruendosamente en el siglo pasado.

Stalin y Hitler

¿Por qué se produjo el fracaso de la ruta ideada por Marx para alcanzar el socialismo y el comunismo? Para explicar ese fracaso no solo hay que pensar en los errores reales o posibles de los discípulos, sino en las falencias intrínsecas de la teoría del maestro. La falta de eficacia del esquema teórico de Marx es el principal aspecto del derrumbe práctico del socialismo, no los probables o reales errores del discipulado.

Es bueno aclarar esto porque muchos de los creyentes del maestro alemán siguen pensando que la crisis del socialismo solo se debe a los errores de los discípulos, mas no a las limitaciones del genio que estructuró los fundamentos del socialismo y el comunismo.

En este punto, los creyentes del socialismo a lo Marx actúan como ciertos militantes religiosos con respecto a su dios: los errores humanos solo se deben a la acción de los seres humanos, no a los deseos divinos. Los errores teóricos y prácticos del socialismo han sido causados por una mala interpretación de los discípulos, pero nunca por la justeza y profundidad de las ideas del maestro. 

De acuerdo con la experiencia histórica, que brota del laboratorio social en el cual se prueban todas las teorías, los defectos no solo están en las falencias del discipulado (incluyendo a los grandes revolucionarios, como Lenin, Trotsky, Mao, Fidel o el Che Guevara), sino en la propia estructura de pensamiento creada por Marx y Engels.

Ellos buscaron resolver los problemas sociales de su tiempo (que eran mucho más agudos que los que tenemos ahora) partiendo de un interés genuino por ayudar a los oprimidos y explotados, pero basándose en los efectos fallidos del socialismo anterior y en la lógica explicativa dialéctica legada por los griegos y, sobre todo, por Hegel (la famosa teoría de la unidad y lucha de contrarios, etcétera) .

Su interpretación tuvo un perfil pragmático, ligado a la experiencia mundial y a la catástrofe social del siglo XIX, pero también un corte muy especulativo, utópico, derivado del hecho de que teorizaban sobre aspectos futuros, desconocidos, pensados en el marco de la lógica hegeliana. 

Es decir, se deducía, arrancando de la experiencia presente, que las cosas podían ir mejor si se eliminaba esto y aquello y se introducía esto y lo otro, pero sin contar con la posibilidad de la práctica, pues se calculaba, especulativamente, que la práctica sería distinta y mejor para los sectores populares aplicando esas teorías.

Esta es la raíz del fallo principal del andamiaje conceptual de Marx y Engels: se supuso que, con tales soluciones, la sociedad saldría del reino de la opresión y de la necesidad y entraría, eliminado el poder de la burguesía y de los terratenientes, en el reino de la libertad y en una producción eficaz que traería consigo ríos de riqueza continua.

Pero la aplicación de esas teorías no trajo consigo en ninguna parte lo que predijeron, dialécticamente, Marx y Engels, sino lo opuesto: cercenamiento de la libertad al establecer un modelo político totalitario, centrado en la represión, en la dominación militar o policial, orquestada por el partido único y la burocracia.

Esto afectó a la lógica humanista que subyace en el pensamiento revolucionario, siguiendo las pautas del humanismo renacentista e ilustrado. La visión represiva de Marx, para construir el socialismo, mató la libertad, el pluralismo, el respeto por la otredad, a pesar de predicar la libertad.

En este aspecto, Marx y Engels se apartaron de las tradiciones democráticas que viajaban en la historia y que aún no habían desplegado todas sus potencialidades, porque consideraban que la democracia decimonónica era un simple parapeto de los poderosos para hacer prevalecer sus intereses. Esa visión negó, en la raíz, la posibilidad de desarrollar el pluralismo y sembró la semilla del totalitarismo que aplicaron los discípulos en el siglo XX, y que aún sostienen los seguidores de todo el orbe por la costumbre inadecuada de pensar el ahora como si fuera el siglo XIX, debido a su fe extrema, a la idolatría que los une a Marx.

Pero la contradicción más tenaz de la teorización marxista no solo copó los aspectos anti-libertad (conectados con la educación, la cultura, la ideología, la falta de condiciones para opinar, para pensar o para criticar, muy comunes en todos los sistemas socialistas), sino a la propia economía. 

El modelo económico del pionero del socialismo científico demostró ser un desastre porque fue incapaz, en todas partes, de elevar el nivel de vida de la población, a pesar de que siempre prometieron los marxistas superar al capitalismo en este asunto trascendental. 

La experiencia histórica enseña que el estatismo marxista deterioró la producción y la distribución de bienes y servicios, y la aplicación de su teoría no trajo consigo la abundancia que profetizaba, sino la escasez más aguda, sobre todo en el terreno de lo más necesario para las mayorías, que son los bienes de consumo y los servicios.

Este efecto, que no podía preverse especulativamente bajo la óptica de la dialéctica hegeliana, salió a flote cuando se aplicaron las teorías económicas del cambio social de Marx. Al eliminar los incentivos económicos y la manera como se componía el valor, imponiendo la ideología y la política en su reemplazo bajo la égida del partido único y de la burocracia, no se avanzó mucho en la generación de riqueza, como lo preveía el maestro, sino que se mataron las motivaciones para generarla y para elevar la calidad de esta. 

Este es el fundamento teórico y práctico por el cual el socialismo de Marx no ha funcionado bien (ni funcionará bien nunca) y es el motivo primordial por el cual su modelo utópico entró en crisis al ser aplicado en la práctica. Es hasta paradójico que el socialismo real se haya desmoronado al hacer agua por su base económica, la cual era considerada por Marx como lo esencial en cualquier sociedad.

La crisis del modelo económico fue la causa principal del derrumbe de la Unión Soviética y del llamado socialismo real. Ese sistema no se cayó por Gorbachov, como aún lo sostienen algunos discípulos fervientes del maestro, sino por las propias contradicciones de las teorías de Marx, las cuales se convirtieron, al aplicarlas, en desagradables cuellos de botella en la economía que propiciaron la escasez, la mala calidad y el desasosiego social. 

Lo que ocurrió con China y Vietnam es otra confirmación del fracaso de las teorías económicas de Marx. Al darse cuenta de la inoperancia, de la ineficacia y la falta de dinamismo del modelo económico socialista, los chinos decidieron tumbar ese modelo que no les permitía resolver los problemas sociales. Se fueron por el camino de la reimplantación del mercado y de la economía privada porque no había otro modo de desactivar el grave error teórico y práctico que tuvo su origen en Marx.

La misma ruta reformista siguió Vietnam. Los logros económicos de China, internos y externos, no se deben al obsoleto modelo económico socialista de Marx (de Marx, no de sus discípulos), sino al papel del mercado y de la economía privada, reintroducidos desde finales de los años 70 del siglo veinte bajo el control del propio partido comunista chino, que lideraba a la sazón Deng Xiaoping.  

Hoy se vive una transición, no del capitalismo al socialismo como enseñaron Marx y Engels y sus discípulos mayores, sino del socialismo al capitalismo, como lo enseña la experiencia histórica. La causa principal de esta última transición es la crisis profunda de las teorías del cambio social de Marx, que no trajeron consigo los ríos de leche y miel que prometían ni la libertad que pregonaban, sino represión, falta de libertad y mucha escasez. 

Estas no son simples palabras ni especulaciones hegelianas, sino realidades comprobables utilizando el laboratorio de la historia. La evidencia está ahí, en los aportes de los mejores analistas, en la realidad actual de los propios países que padecieron la represión socialista, en los testimonios de las víctimas del totalitarismo, colgados en el tiempo a través del vehículo de los libros. 

Hoy existe una crisis paradigmática que no solo tiene que ver con el capitalismo salvaje, con el capitalismo que destroza a la naturaleza y al entorno humano en pos de la ganancia. Hoy se enfrenta otra crisis muy profunda de la teoría revolucionaria y social más influyente de la humanidad, el marxismo. 

Saber entender esa crisis es fundamental para ir reformando el presente y para pensar el futuro, con los pies bien puestos sobre la tierra, sin caer en el utopismo irrealizable de los creadores del marxismo o en la repetición destructiva de los supuestos del capitalismo salvaje.

Es muy claro que hoy es imposible seguir cualquiera de estas dos rutas sin hacerle más daño a la humanidad. La opción ya no es, como en otros tiempos, socialismo o barbarie, socialismo o muerte, porque este socialismo no es lo que decían que era y nunca será una salida viable para la sociedad. 

Siempre que lo apliquen, más allá de la buena fe o de la honestidad de quienes quieran hacerlo, los resultados serán los mismos: escasez, estancamiento, paquidermia, falta de libertad y siempre represión policial o militar, mucha represión para sostener un sistema oprobioso en muchos aspectos.

El socialismo de Marx mata la libertad a nombre de la libertad y castra la economía, sembrando la ineficiencia, la escasez y el desasosiego de las mayorías, como está más que probado por toda la experiencia histórica, por la práctica en los países de tradición socialista. Si la práctica es el mejor criterio para elaborar certezas o verdades, como lo enseñó el creador del marxismo, pues resulta mejor apoyarse en ella que en el pensamiento utópico del maestro.   

Si el mundo ha cambiado de esta forma, lo cual pide a gritos una transformación profunda de las perspectivas, ¿por qué algunos marxistas fieles persisten en su idea de cambiar el mundo acudiendo a las teorías de Marx, que ya probaron ser un completo fracaso en la historia? Se plantearán, de aquí en adelante, algunas hipótesis con miras a esclarecer esta problemática.

Primero. Quienes hoy se proclaman marxistas abandonaron la senda de la ciencia y adoptaron el camino del dogmatismo metafísico. No es la realidad la que define los cambios o permanencias en la teoría, sino los deseos y esperanzas de quienes la portan. El planteamiento según el cual la práctica es la que determina la validez de las ideas, como enseñó Marx, fue abandonado para asumir una ideología cerrada, hermética, divorciada de la realidad.

Segundo. Si los discípulos hubieran seguido uno de los mejores caminos que también tomó el maestro, al asumir la ciencia de su tiempo, quizás habrían criticado con entereza la experiencia histórica del siglo XX, incluido el fracaso del socialismo de Marx, para forjar los cambios teóricos que exigía la crisis de sus teorías.

Tercero. Pero la respuesta a esa crisis no ha sido analizar atentamente la realidad, sino adoptar una especie de dogmatismo cuasi religioso que convierte a las sectas marxistas que aún quedan, y a los gobiernos que se reclaman de ese talante, en núcleos conservadores, reaccionarios ante la necesidad del cambio, leyendo siempre las mismas doctrinas y cerrándose a las ideas de las otras corrientes de pensamiento, tal y como lo hacen sus congéneres de las religiones antiguas.

Cuarto. Con esa actitud han procreado un nuevo conservatismo en la historia, el conservatismo marxista, resistente al cambio en la teoría y en la práctica, a pesar de la crisis indiscutible de estas. Eso ocurre de ese modo porque los planteamientos del maestro no se contrastan con la realidad política y económica, sino con ellos mismos, un método anticientífico bastante similar al de las religiones más arcaicas, que se resisten a los cambios por sostener sus dogmas. 

Quinto. Lo que resulta de este juego metafísico y anticientífico es la formación de convicciones que están por fuera de la realidad contemporánea, que se niegan a aceptar la crisis del socialismo de Marx, no por un análisis científico de la realidad concreta, sino por no negar la dogmática del maestro, igual a como lo hacen las personas ligadas a las religiones más tradicionales con su credo milenario. 

Sexto. El fanatismo o el sectarismo de muchos marxistas fieles tienen su fundamento en este comportamiento idealista y en la creencia absurda de que ellos portan la mejor ideología posible, sin demostrarlo y contra toda evidencia, pues la experiencia histórica no confirma su perspectiva, sino que la confronta. La crisis de la teoría del cambio social de Marx, demostrada por la caída del llamado socialismo real y por el cambio esencial de los chinos y los vietnamitas, debería ayudar a transformar las ideas de esos dogmáticos, pero eso no sucede así porque ellos desprecian la realidad, al preferir mantenerse rumiando dogmas como cualquier cura medieval.

Séptimo. Siguen creyendo, casi místicamente, que la única salida al capitalismo es el socialismo de Marx, sin comprender que esa utopía ya no es posible, y que cada vez que la implementen de nuevo producirá los mismos resultados que ya produjo, sean quienes sean los agentes del cambio. Porque el problema de fondo no está en quienes aplican dichas teorías, sino en la composición de ellas mismas.

El mundo mental congelado, antihistórico, de la mayoría de los marxistas fieles contemporáneos los lleva a creer que la única alternativa ante la crisis del neoliberalismo ramplón continúa siendo la visión totalitaria de su profeta, sin caer en la cuenta de que la utopía esbozada por él fue destrozada sin contemplaciones en el laboratorio de la historia durante el siglo XX.

Si alguien sostiene que el sistema político menos malo es la democracia, lo critican y lo convierten en un hereje, basándose en su óptica totalitaria heredada del maestro. La idea de que es imposible hoy vivir sin mercado y sin economía privada les irrita tanto porque aún piensan, como su mesías, que todo debe reducirse al control estatal. No importa que ese control haya maniatado el desarrollo de las fuerzas productivas, generando la crisis social que ayudó a caer a la Unión Soviética.

A los marxistas vulgares no les interesa la ciencia social, sino su dogmática cristalizada. Por esto, ya no son una fuerza revolucionaria, sino conservadora, reaccionaria ante el pensamiento crítico. Quieren conservar unas teorías obsoletas que demostraron ser ineficaces para transformar la vida en el laboratorio de la historia. 

Los dos extremos que niegan un cambio regulado e inteligente de la sociedad actual son el neoliberalismo y el marxismo vulgar. El neoliberalismo, por sus teorías que siempre desembocan en la destrucción del medio ambiente y en la imposibilidad de construir una sociedad que esté más allá de los simples parámetros definidos por la ambición del hombre económico, como lo pensaron Smith y Hayek.

El otro extremo es el marxismo vulgar, idealista y místico, porque quiere siempre imponer su socialismo totalitario a raja tabla, sin detenerse a pensar en las señales históricas de la realidad en lo político, económico y social. Si fuera menos cerrado en sí mismo y se abriera al aporte de otras teorías, quizás no habría convertido las tesis del maestro en tesis inamovibles, en dogmas cuasi religiosos.

Lo único evidente, más allá de las exageraciones neoliberales y del dogmatismo marxista, es que nos toca que seguir desarrollando la democracia, el sistema de derechos y deberes, la construcción de un ambiente en que predominen la libertad, el pluralismo y el respeto a la otredad.

Y una economía que alcance un rostro más humano (como ya existe en las sociedades democráticas con un fuerte Estado de Bienestar), superando la desigualdad extrema, mejorando el nivel y la calidad de vida de las mayorías, pero sin concesiones de ninguna clase al populismo, al autoritarismo de derecha o izquierda o al totalitarismo de cualquier talante, que destrozan las instituciones sin ofrecer salidas viables. 

La vía revolucionaria violenta que propuso Marx ya no va más, porque ese camino no conduce a ninguna parte, sino a la frustración. Su destino será siempre el fracaso más rotundo. La única vía posible para cambiar la sociedad en el ahora, pragmáticamente y sin dialéctica especulativa, es la senda de la reforma, de la democracia y del humanismo. Un camino que recoja con inteligencia las enseñanzas de la experiencia histórica para no repetir las atrocidades que dañaron a tanta gente. 

Si no se sabe aprender de la realidad histórica, siempre la humanidad estará dando vueltas sobre lo mismo sin encontrar una salida para los cuellos de botella generados por el capitalismo salvaje y por el socialismo totalitario de Marx. 

No queda más opción que seguir mejorando lo que nos legó el tiempo, mediante la reforma inteligente en todos los ámbitos. Un proceso reformista que ponga en primer plano los intereses y la situación de las mayorías. No hay más alternativas para transformar la vida, desafortunadamente.