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Los nuevos poderes de la izquierda en Latinoamérica

En parte como consecuencia de la pandemia se ha producido en América Latina un renacimiento de la izquierda latinoamericana en el poder, en los casos de Chile, Colombia y Brasil. A pesar de ser distintas, las tres situaciones ofrecen más de una similitud y presentan retos similares.

Son la consecuencia del fraccionamiento ocurrido en casi todo el planeta entre detentadores del poder y la riqueza y los grupos marginados, por diversos motivos. En Brasil, es el triunfo de los núcleos alternativos contra el enfoque bestial en contra la naturaleza y los sectores populares de Jair Bolsonaro y la ultraderecha.

En Chile, la victoria de Gabriel Boric corona una etapa de protestas muy fuertes contra un modelo neoliberal que era mostrado como ejemplar en los países emergentes. En cierto modo, ese triunfo electoral representa el agotamiento de un estilo de manejo económico técnico que colocaba en muy segundo plano la justicia social.

Y en Colombia, el ascenso de Gustavo Petro al poder es otra prueba de que la crisis motivada por la pandemia podía poner contra las cuerdas a los propietarios tradicionales del establecimiento, especialmente al uribismo, un sector guerrerista que saboteó los acuerdos de paz de La Habana. 

Más allá de por qué alcanzaron el gobierno y lo que representan, lo que interesa mostrar ahora son los retos de los nuevos poderes de la izquierda en Latinoamérica con respecto al contexto internacional y a su propia región. De igual manera, tratar de comprender los problemas de la ruta a seguir en conexión con las tradiciones más arraigadas del izquierdismo. 

Los tres nuevos gobiernos tienen el reto de abrir una tendencia independiente con respecto al predominio de los Estados Unidos en la batalla geopolítica global con China y Rusia. No se trata de rompimientos gratuitos que perjudiquen su desarrollo económico y social, sino de sembrar una agenda de autonomía y respeto que no perjudique los acuerdos comerciales o de otra índole.

La situación es propicia para ese tipo de alternativa mediante la acción concertada de los países a través de instituciones latinoamericanas que faciliten ese posicionamiento. El mercado común u otros modelos podrían ser vehículos para adelantar esa política concertada que estimule el desarrollo económico y la lucha contra el cambio climático.

El presidente de Chile, Gabriel Boric; el presidente de Colombia, Gustavo Petro; el mandatario electo de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva

La fragilidad relativa de la democracia norteamericana y el viacrucis de los chinos por la invasión de los rusos a Ucrania, abren una puerta diferente para la actuación de un proyecto latinoamericano más independiente y tal vez más igualitario y modernizante, en el cual cabría México.

La crisis que ahora cursa no debe llegar hasta la guerra atómica o hasta la destrucción definitiva de las instituciones democráticas, sino a un fortalecimiento de los organismos regionales y globales para facilitar la economía en términos de mayor igualdad y de la resolución inteligente de los conflictos. Latinoamérica está llamada, si se integra, a ejercer un papel decisivo en el escenario mundial en este punto especial.

Una de las cuestiones que más pesa en el futuro de los proyectos latinoamericanos es el pasado de la región. Hay todavía mucha gente apegada a estrategias que ya fracasaron en todo el orbe. Me refiero a la teoría del cambio social de Marx que se hundió en la Unión Soviética, China, Vietnam y otros lugares.

Por una vocación mística y romántica existen muchas personas que creen que la ruta cubana es la que se debe seguir, sin parar mientes en que, más allá del efecto del embargo norteamericano, ese camino ya se agotó, sobre todo desde el punto de vista económico y político.

De la aplicación de los modelos estatistas y represivos de Marx en todo el planeta no han salido los ríos de leche y miel que él vaticino, sino el estancamiento económico, mucha dificultad para resolver los problemas sociales y una represión que ha sido el pan de cada día de todas las sociedades totalitarias o autoritarias organizadas bajo sus ideas.

Esto que se anota no son simples palabras o especuladera sin sentido. Ahí está la experiencia histórica mundial para corroborarlo: casi todos los países de la antigua cortina de hierro iniciaron desde hace tiempo una transición del socialismo al capitalismo, debido al fracaso del sistema pensado por Marx.

Lo mismo ocurrió con China y Vietnam, que se desprendieron del ineficiente modo de producción socialista y reintrodujeron la economía de mercado para avanzar por el camino de la resolución de muchas necesidades populares, no sin problemas, desde luego. La actual situación económica y política de China en el concierto internacional no es el resultado del socialismo de Marx, sino de su dinamismo capitalista, de un capitalismo de rostro chino.

La izquierda de los tres países latinoamericanos mencionados debe aprender a despojarse de mitos y leyendas y a mirar la historia no con los ojos de un político anticientífico, sino con la visión del humanismo, la ciencia y del deseo de reformar democráticamente el estado de cosas actual. 

Hay una tradición dogmática, conservadora, que insiste en repetir los viejos errores de las teorías de Marx, y que no quiere darse cuenta, por esa misma tozudez dogmática, que ese camino conduciría a lo mismo que ya se desplomó en todas tardes: es decir, al fracaso rotundo en lo económico, político y social. 

Ese dogmatismo marxista no existe solo en Cuba (donde procrea una casta burocrática y partidaria inmovilista y antimodernizante), sino que ha guiado los pasos del chavismo venezolano y del autoritarismo ramplón de Ortega y los suyos en Nicaragua. En vez de corregir la ruta teniendo en cuenta la experiencia histórica, estos procesos se aferran a un dogmatismo suicida que ha empeorado sus problemas.

Tal parece que esa alternativa cuasi prehistórica, dogmática y conservadora no será la de Boric, Petro o Lula. Sus programas y, sobre todo, la experiencia en el poder de Lula, no apuntan en esa dirección. Es deseable que inauguren otro camino, distinto al del neoliberalismo y al de la corrupción de las élites arcaicas, pero también al del dogmatismo conservador fracasado del marxismo latinoamericano.

Que recojan las banderas deseadas de la vieja izquierda, luchando contra la desigualdad extrema, la discriminación o la carencia de la justicia social, pero sin regalarse al autoritarismo o al estatismo a ultranza. 

Que, apoyados en la experiencia mundial, sepan comprender que el menos malo de los sistemas políticos es la democracia y que del fortalecimiento de este y de sus instituciones podrían salir sociedades más libres, o más igualitarias en lo económico, político y social, como se observa en el norte de Europa. Un ambiente de esa clase jamás se ha podido desarrollar bajo ninguna dictadura militar, autocracia clerical, ni en ningún país totalitario o autoritario de corte fascista o marxista. 

Que sepan valorar los pros y los contras de la economía de mercado y de la economía privada, reconociendo sus limitaciones y fallos, pero también su aporte al desarrollo de la humanidad en lo científico, en el avance del confort y en otros ámbitos.

Hoy es imposible vivir sin mercado y sin economía privada. Si no lo creen, observen la experiencia china y vietnamita, que representa un retorno relativamente positivo a estas. Los países que las han eliminado han maltratado la calidad de vida y lanzado a sus pueblos a la necesidad y a la desesperación, y se han hundido en una suerte de estancamiento crónico muy dañino, como ocurre hoy en Cuba y Corea del Norte.

Es posible abrir hoy otro sendero en Latinoamérica distinto al del neoliberalismo ramplón y al del dogmatismo marxista. Una ruta que privilegie la lucha contra la desigualdad extrema, la discriminación de cualquier tipo y los demás flagelos contemporáneos, empleando la reforma como vehículo esencial.

Quizás ha llegado la hora de que esta tierra se convierta en ejemplo internacional (como ocurre con los países del norte de Europa) de desarrollo social igualitario, de democracia más extendida y de modernización que beneficie a las mayorías. 

Solo la concreción de un Estado eficiente, regulador y social y de una democracia sólida podrán garantizar la libertad, la justicia social y el pluralismo que requieren nuestros pueblos. La tarea no es fácil, pero luce más prometedora que repetir las mañas del neoliberalismo y del dogmatismo marxista conservador. Sin ninguna duda.