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El efecto Petro

La aspiración presidencial del ahora mandatario Gustavo Petro despertó ciertas energías que habían sido mediatizadas por el dominio uribista. Esas fuerzas de la izquierda, del centro y de más allá se convirtieron en poder (o se sienten parte del nuevo poder) a raíz del triunfo electoral del jefe del Pacto Histórico.

El cambio de un gobierno irrespetuoso de las instituciones por uno que prometió otro mundo es el primer efecto del gobierno Petro. Esa transformación empezó por las fuerzas armadas, al nombrar un Ministro de Defensa contrario a la corrupción y partidario de las líneas gruesas del modelo Petro.

Se sabe que esas fuerzas han estado bajo la influencia del narcotráfico y que este es el principal factor de corrupción dentro de los entes armados y en toda la sociedad. Colocar al señor Iván Velásquez al mando del poder armado no solo representa un claro mensaje anticorrupción, sino una señal de que estas cambiarán de rumbo.

Ese rumbo se concreta en el acceso de las mujeres a los cargos de dirección y en el repudio de los oficiales inmersos en crímenes de lesa humanidad o en delitos asociados con el narcotráfico. También se concreta en un papel más social y menos represivo de los agentes armados, tanto en las protestas como en las situaciones normales.

No sé si será una percepción exclusivamente mía, pero parece que las políticas de cero tolerancia con la corrupción han tocado hasta a los pequeños actos de corrupción dentro de la gente armada, como la desfachatez de ciertos policías platilleros que quieren sacarle plata a los conductores inventándose las contravenciones. Tal parece que las estrategias del nuevo ministro también han herido de muerte la función pecaminosa de los policías platilleros en las calles.

A los nuevos roles de las personas legítimamente armadas se une la construcción de un gabinete con tendencia hacia la izquierda, o por lo menos compuesto por dirigentes comprometidos con las líneas gruesas del programa del Pacto Histórico. Un programa reformista que convirtió en enemigo a la desigualdad extrema y al cambio climático, pero que no se opone a la economía privada ni al mercado, al menos en el papel.

Más allá de las incoherencias de algunos ministros y del aparente error en sus nombramientos, los aspectos duros en contra de los combustibles fósiles y por el uso de energías limpias empiezan a colocarse en el centro del debate nacional, insertas en el marco de las contradicciones derivadas de la invasión rusa a Ucrania y de la inflación y la recesión internacionales.

En este punto aparecen graves conflictos entre la estrategia contra los combustibles fósiles del nuevo gobierno y las necesidades prácticas del Estado, sobre todo en materia de fondos para financiar los programas sociales. Es claro que la reforma tributaria (que ya ha provocado más de un enfrentamiento con las élites económicas) es insuficiente como venero de recursos nuevos.

El programa reformista de Petro no puede realizarse con simples discursos o a punta de megáfono. Se necesitan fondos para ampliar y profundizar las estrategias sociales, y la reducción o el cambio de la economía energética tradicional por una diferente quizás no ayude mucho.

Esa política está provocando tensiones a nivel nacional y, quizás, tensiones dentro del propio gobierno. El principal argumento contra un cambio extremo en el tema energético en la actualidad pasa por la consecución de recursos para financiar los programas estatales. En épocas de vacas flacas, con inflación y recesión a bordo, es suicida adelantar unas medidas que recorten los ingresos del gobierno.

En ciertos países que pretenden luchar contra el cambio climático (como los Estados Unidos, entre otros) se discute la idea de aprovechar la economía energética tradicional para reimpulsar la generación de energías limpias. Esta visión parece estar más a tono con una transición inteligente, pragmática, que no mate la gallina de los huevos de oro, pero que tampoco pierda el objetivo de la lucha contra el cambio climático.

El efecto Petro también se está viendo en las universidades públicas. En un principio, el gozo por la victoria se convirtió en una calma chicha que hizo pensar que los estudiantes y los demás estamentos alineados hacia la izquierda habían abandonado las teorías belicosas dictadas por la tradición para asumir las de Mahatma Gandhi.

Pero esta ilusión empieza a desaparecer por cuanto el Pacto Histórico ya está trabajando para controlar esas universidades. El caso de la Universidad del Atlántico es sintomático en ese sentido. Las protestas de ahora no solo son provocadas por peticiones justas y por los errores administrativos, sino también por el deseo de avanzar en el control político de la institución.

En un país como el nuestro esto es lo normal. Los partidos políticos tradicionales han convertido a la universidad pública en centros para hacer clientelismo y politiquería. La izquierda tiene a la universidad pública como una especie de venero para conseguir cuadros y para hacer crecer cuantitativamente a sus partidos.

El cambio en la universidad pública no puede consistir en atacar un tipo de clientelismo y de politiquería para implantar otro tipo de clientelismo y de politiquería, esta vez dominados por la izquierda. Eso sería más de lo mismo, es decir, repetir la historia de un antiguo cáncer que no deja progresar a la educación superior.

Aquí se presenta otro terreno de conflicto cortado por los intereses de muchos de los agentes del Pacto Histórico y por las necesidades del país, las cuales deben ser la prioridad del gobierno del cambio. ¿Para qué es necesaria la universidad pública? Esta es la pregunta de fondo que hay que enfrentar.

Los sectores más pedestres de la izquierda tradicional piensan que la razón de ser de la universidad es la formación de cuadros revolucionarios. Esta visión dogmática mezquina va en contravía del desarrollo de la ciencia y del saber, pues se supone que estos están condensados en una ideología que no cambia desde el siglo XIX, a pesar de los duros golpes de la realidad recibidos durante el siglo XX.

La universidad pública es necesaria para realizar las transformaciones que requiere el país en todos los órdenes. Por este motivo, su principal razón de ser es la academia como nicho de la docencia, la investigación, la técnica, el arte, la cultura, etcétera.

La demagogia y la vocinglería de los politiqueros en nada contribuyen a crear una universidad moderna y participante en las transformaciones nacionales. Todo lo contrario: los politiqueros y clientelistas de todos los pelambres, los demagogos de profesión, son parte del problema, no la solución para las dificultades universitarias.

La universidad pública debe ser el principal nicho del saber y la ciencia, con una función en la movilidad social de los estratos populares. Es un vehículo para ascender en la escala social mediante el conocimiento, aparte de ser escenario de la distribución más equitativa del presupuesto, al financiarse con los impuestos de todos.

Un gran reto del cambio que promueve el presidente Petro consiste en modernizar la universidad pública y en transformarla en un medio eficaz para la formación de los profesionales humanistas que requiere el país. Esta meta solo puede conseguirse reforzando la academia.

He aquí otra fuente de conflicto con los partidos tradicionales que la han visto como un simple instrumento de sus intereses politiqueros, o con los deseos de la izquierda más arcaica, que empujarán a la educación superior hacia el desastre. Un desastre disfrazado de revolución, pero desastre, al fin y al cabo.

El efecto Petro ya está tocando a la universidad pública, y las fuerzas que lo apoyaron empiezan a dejar atrás la pasividad gandhiana para asumir un rol más activo en el control de la educación superior. ¿Cuál será el futuro de las universidades? El tiempo resolverá esta pregunta.

El presidente de Colombia Gustavo Petro