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No se puede vivir sin economía privada

La economía privada tiene una larguísima historia, tan larga que ha asumido diversos modos de expresión a través del tiempo. Desde la época del esclavismo hasta el período del capitalismo industrial, y lo que va del siglo XXI, sirvió de nicho del poder económico y de procesos que hicieron mucho mal, pero, así mismo, mucho bien.

La economía privada en su forma capitalista es una de las causas del deterioro ambiental y está en la base de la desigualdad económica extrema. Pero, así mismo, ha contribuido a crear el sistema de mercado más dinámico, el cual sirve de soporte a los progresos indiscutibles de la vida contemporánea.

Marx y los anarquistas del siglo XIX vieron en la economía capitalista industrial la principal causa de los males de la sociedad. Por ese motivo, plantearon una revolución que pretendía eliminarla, lo mismo que a cualquier otra forma de propiedad privada sobre la tierra o los recursos productivos.

El modelo de Marx simplificaba el funcionamiento de la sociedad, concentrando las actividades productivas y distributivas en el Estado. Para eliminar la explotación del hombre por el hombre se echaba sobre los hombros de la institución estatal el control del proceso de la producción y la distribución de los bienes materiales y de los servicios.

La simpleza de esta propuesta revolucionaria sonó muy atractiva para todos los que luchaban contra los males sociales, más que nada porque se sustentó en un análisis profundo y sistemático del desarrollo histórico de la sociedad y porque portaba un contenido moral y humanista de indiscutible valor.

Para implementar este tipo de revolución, Marx sostuvo que se requería una dictadura, pues era imposible despojar a los propietarios sin emplear la violencia. La dictadura de las clases trabajadoras y del partido de vanguardia se impuso como requisito para llevar a cabo la revolución socialista.

Este fue el esquema general que se aplicó en la revolución rusa, en la china y en la cubana, por mencionar los procesos revolucionarios más relevantes del siglo XX. Este fue el modelo que fracasó estruendosamente por su incapacidad de resolver las necesidades de las masas.

Marx creyó que eliminando a los empresarios la sociedad dispararía sus fuerzas productivas, pues consideraba a los capitalistas como una traba para alcanzar una economía más dinámica y sin explotación del hombre por el hombre. Así mismo, sin capitalistas se generaría y distribuiría mejor la riqueza.

Eliminando la propiedad y su expresión en el campo, en las industrias y en los demás emprendimientos él pensaba que afloraría más riqueza y que esta podría ser distribuida más equitativamente a través del Estado. Pero no pensó a fondo en qué sucedería al eliminar los incentivos económicos y al reemplazarlos por la ideología y la política.

Aquí estuvo uno de los talones de Aquiles del sistema de Marx. El efecto de cambiar los incentivos económicos y la iniciativa de los propietarios privados por la ideología y la política dirigida por la burocracia y el partido trajo consigo un aletargamiento crónico de la economía.

Ese efecto indeseable se reveló en todos los países donde se aplicó el modelo, sin excepción, y trajo consigo dificultades en la producción y distribución por cuanto la motivación ideológico-política, que reemplazó a los incentivos económicos, era más notable en los líderes, o en los miembros del partido, que en las masas. Este voluntarismo limitado no fue suficiente para relanzar las fuerzas productivas y la generación de riqueza.

A mediano y largo plazo dicho fenómeno llevó a un aletargamiento de la producción de bienes de consumo y de los servicios, que es lo que más consume la gente común, provocando, en todos los lugares, mala calidad en los bienes y una escasez crónica. La causa de este problema era la pérdida de los incentivos económicos provocada por la estatización de todo.

Esa ineficiencia del modelo económico de Marx es el origen principal de dos fenómenos de relevancia histórica: el derrumbe de la Unión Soviética (y su esfera de influencia) y la desaparición del modelo económico socialista en China y Vietnam.

En la Unión Soviética y sus satélites la producción y distribución de los bienes de consumo y los servicios eran un desastre, y siempre estuvieron marcadas por la ineficiencia, la mala calidad y la escasez crónica. Por eso contribuyeron a sembrar la zozobra y la desesperación en las masas, como ocurre hoy en Cuba.

La eliminación de la economía privada y la estatización de todo cobró su precio en la modorra de las fuerzas productivas, en la caída de la innovación y en la disminución de la creatividad de la gente, sumiendo al conjunto en la mediocridad, lo cual se reforzaba con la dictadura que siempre distingue al modelo de Marx.

En el caso de los chinos y los vietnamitas podría decirse que ellos se adelantaron a lo que se veía venir, a una crisis catastrófica como la ocurrida en la Unión Soviética y su esfera de influencia. A finales de los años setenta del siglo XX, el partido comunista chino, liderado por Deng Xiaoping, emprendió una serie de reformas que buscaban eliminar el obsoleto sistema económico de Marx.

​​Deng Xiaoping

Los chinos suprimieron la mayor parte de la economía estatizada y reintrodujeron la economía privada y el mercado, pues las enseñanzas de Marx solo provocaban ineficiencia, escasez y mala calidad, igual que en los otros países socialistas. Si no hacían eso, lo más seguro es que se habrían hundido en la catástrofe, como la Unión Soviética.

La dirigencia china permitió la apertura de empresas capitalistas en todos los sectores de la economía, en el sector primario, secundario y terciario. Promovió las alianzas entre el Estado y el capital extranjero, en zonas especiales que florecieron rápidamente. Vietnam siguió los pasos de China.

El desarrollo económico extraordinario de China en las últimas décadas no se debe al obsoleto modelo estatista de Marx, sino a la economía de mercado, a la combinación de la economía privada, en todos los sectores, con un expandido mercado, lo cual está en la base del aumento de los empleos y del ingreso popular, de la generación de riqueza y de la elevación de la calidad de vida de la población.

Lo ocurrido en China y la Unión Soviética debe motivar una reflexión profunda sobre el carácter de la teoría del cambio social de Marx. Esas dos experiencias sirven para demostrar el fracaso de esa teoría del cambio, de reducirlo todo al manejo estatal, a una dictadura que termina traicionando, en todos los países, el propósito humanista de su gestor, al pordebajear el nivel y la calidad de vida y al matar la libertad.

Una de las enseñanzas más importantes de esos eventos históricos consiste en que es imposible, en el ahora, vivir sin economía privada y sin mercado. Esto suena a herejía en ciertos oídos, pues los marxistas dogmáticos siguen viendo a esas formaciones históricas como el diablo, como el simple epicentro de la ambición y el egoísmo.

Nunca reconocen los aportes de esas dinámicas sociales al desarrollo de la civilización. Sólo ven su efecto catastrófico, el daño que han provocado en el medio ambiente y su impacto en la desigualdad económica extrema. Piensan a la economía de mercado como un simple capitalismo salvaje y creen, ahistóricamente, que el proceso económico estatizado funciona mejor.

La historia de ese proceso enseña que no siempre la economía de mercado, basada en la economía privada, se convierte en un capitalismo salvaje que lo destroza todo, como lo prueba la experiencia de varios países del norte de Europa y lo que ocurre en China y Vietnam.

El capitalismo regulado por el Estado podría rescatar parte de lo mejor de la economía privada, desechando sus efectos perversos. Esto no son simples palabras, porque ya está ocurriendo en países con capitalismo y democracia que han iniciado la transición energética del carbón y el petróleo hacia las llamadas energías limpias, entre otras estrategias a favor de la vida en el planeta.

Los chinos están implementando un ambicioso plan de supresión de las consecuencias dañinas de su economía capitalista, utilizando al Estado como un instrumento de regulación para limpiar el medio ambiente y reducir o eliminar el daño ambiental y a los hábitats humanos.

Estos ejemplos del ahora demuestran que sí se puede vivir con capitalismo sin llegar a los excesos del neoliberalismo, en cuanto al daño a la naturaleza y la sociedad. Y también demuestran que se puede trabajar por una mejor redistribución del ingreso mediante políticas económicas que metan en cintura el apetito voraz de ganancia de los capitalistas, con una preocupación sincera por la situación de las mayorías en dificultades.

Calle de Shangxiajiu en China

Eso tampoco son simples palabras: los chinos han establecido un récord mundial en cuestión de décadas, sacando a más de 600 millones de personas de la pobreza extrema y de la miseria mediante la generación de empleo, ingreso y riqueza al desmontar el obsoleto sistema económico socialista y al reintroducir la economía capitalista.

El nivel y la calidad de vida de las mayorías chinas ha mejorado sustancialmente gracias a las reformas procapitalistas que se iniciaron bajo el mando de Deng Xiaoping. Y China dejó de ser un país atrasado y con grandísimas dificultades internas para convertirse en un mercado interno muy dinámico y en expansión, con una notable modernización a la cabeza de su proceso, gracias a la economía privada, al capitalismo renacido, que volvieron a ese país una potencia económica mundial.

Si comparamos esta realidad con lo ocurrido antes de las reformas procapitalistas las diferencias saltan a la vista. El mundo premoderno de todo estatalizado era sinónimo de atraso, escasez, paquidermia productiva y redistributiva, ineficiencia, mala calidad y ocultamiento de los problemas sociales que, supuestamente, no existían gracias a la vocación mentirosa de los ideólogos del estatismo marxista en el poder.

La experiencia china y de los países democráticos con un fuerte Estado de Bienestar demuestra que el socialismo de Marx no sirve, porque promete abundancia y riqueza y solo ofrece, en la práctica, sufrimiento para las mayorías, escasez e ineficiencia, provocadas por el control político-ideológico de la burocracia y del partido único, como ocurre hoy por física terquedad dogmática en Cuba y Corea del Norte.

El modelo económico totalitario de Marx no ha producido en ninguna parte todo lo que prometió, sino lo contrario. Por eso se vino al suelo la Unión Soviética y por eso los chinos lo tumbaron para reimplantar la economía de mercado. La prueba actual de que ese modelo solo conduce a la modorra y al estancamiento está representada en la triste experiencia de Cuba y Corea del Norte.

Y ese tipo de economía marxista es un error porque destroza el desarrollo de las fuerzas productivas, la creatividad y la innovación, al intercambiar lo incentivos económicos por ideología, por política represiva desde el Estado y a manos de la burocracia y el partido único.

Esta es una realidad contemporánea que el dogmatismo marxista no ve porque está de espaldas a la experiencia histórica y a la realidad actual por defender una dogmática que ha hecho mucho daño y que está en crisis, de modo parecido a como los neoliberales no ven los efectos perversos del capitalismo por defender ciertos intereses económicos, lo cual produjo otra crisis de magnitudes planetarias.

Hoy no se puede vivir sin economía privada sin matar el bienestar y la generación de riqueza, porque eliminarla golpea la modernización, muchos avances científico-tecnológicos, el confort colectivo y la posibilidad de redistribuir la renta nacional a través de los impuestos y de los planes para transformar la vida.

Entender este problema ni siquiera pasa por la defensa de la economía privada como si fuera un asunto de principios (en el sentido de los neoliberales o de los anarcopitalistas), sino comprender que no hay más opción para dinamizar el desarrollo social: o te quedas en el marasmo y el estancamiento crónico provocado por el modelo de Marx o le abres la puerta a un capitalismo regulado que no deseche el bienestar de las mayorías.

Este fue el dilema que vivieron los líderes chinos a finales de los años setenta del siglo XX. Y, para contener a la parte radical del partido comunista que se oponía a sus reformas promercado, Deng Xiaoping soltó esta lapidaria frase que le dio la vuelta al mundo: “No importa de qué color sea el gato, siempre y cuando cace ratones”.