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"Prefiero una mentira piadosa, a una verdad que hace daño y divide"

Cuidado con caer en el “sincericidio”.

Por Alfonso Ricaurte Miranda

“Cuando aceptemos de una vez por todas, que en ocasiones se justifica una mentira piadosa a una verdad pura y dura, reconoceremos entonces, por fin, que la verdad por encima de todo, es un concepto sobrevalorado”.

Para mí una mentira piadosa es una verdad a medias que se justifica cuando la intención de quien la dice es benévola y su único objetivo es evitar o aliviar un daño mayor que el que causaría la verdad pura y dura.

Como siempre me mojo en mis reflexiones, hoy con este tema no puedo ni quiero dejar de hacerlo, por lo que si aún no lo he dejado claro, afirmo categóricamente que para mí, la verdad está sobrevalorada y que todos, o casi todos mentimos con más frecuencia de lo que aceptamos y queremos, incluso aquellos que aseguran y juran que “siempre dicen lo que piensan”.

Y estos últimos son los primeros en mentir, ya que nadie, o casi nadie, puede hacer eso, decir todo el tiempo lo que se piensa, porque si lo hacemos, sufriríamos lo que la periodista Alicia Martos denomina en su Blog del Diario 20 Minutos, de España, un “sincericidio”.

Y tiene toda la razón porque decir siempre lo que pensamos, es condenarnos a quedarnos en algún momento sin trabajo, sin novia, sin amigos y hasta sin familiares, al romper la armonía en una relación, por decir o no matizar lo que pensamos.

Sé que afirmaciones como las que he hecho rayan en la hipocresía y en la falta de sinceridad, pero incluso caer en ello cuando se hace para mantener una relación que vale la pena, o porque se quiere evitar herir a un ser querido, yo estoy entre quienes lo hacen.



Esas razones y casos son los que justifican lanzar como una verdad, una mentira piadosa y no sentir cuando se hace, ningún remordimiento por ello.

Creo no exagerar al afirmar que el 60 o 70 por ciento de las relaciones y el comportamiento de los seres humanos en sociedad, está regido por normas en las que está implícito el que tengamos que faltar a la verdad, recurrir a un ligero engaño e incluso a una dosis de hipocresía,  como garantes para una convivencia en armonía.

Imaginemos cual será la reacción de ese compañero de trabajo que te cuenta emocionado y orgulloso que le han ascendido y usted, en vez de felicitarle o no hacerle ningún comentario, le espeta que dicho ascenso no ha sido por sus méritos, sino que se lo han dado por hacerle la pelota a los jefes; o cuando la esposa de su mejor amigo comenta en reunión lo contenta que esta porque al fin este le compró los zapatos y el bolso de marca que hace años le pedía, y usted le revela que no son originales porque vio a su marido comprándolos  en el mercado callejero, en el top manta, de Madrid, España; o en el agáchate y cógelo, de mi querida Barranquilla en Colombia.

Estos pasajes son un claro ejemplo de un sincericidio social, porque lo más probable es que usted no vuelva a repetir esa situación con las personas a las que les ha lanzado la verdad a la cara, sencillamente porque dejaran de ser sus amigos, como seguramente ya han hecho otros con los que usted ha tenido el mismo comportamiento.

No pretendo con esto decir que la mentira es mejor que la verdad. No. Lo que estoy diciendo es que la verdad en ocasiones es destructiva, intolerante, intransigente, destructiva y quien no la evite en esas situaciones a sabiendas, se convierte en un ser despiadado y cruel que utiliza la verdad como arma arrojadiza para herir al otro.

Esto último es lo que evitaron los dos personajes del cuento Mentiras, que sigue a continuación, dichos personajes entendieron y escogieron que decirse una mentira salvaría la feliz relación que tenían desde hace años.

Mentiras 

Pese al respirador artificial que marcaba su obligada respiración, Fabián Montero parecía descansar relajado en su cama del primer piso del hospital.

Su habitación tenía una amplia ventana que daba a un jardín interno donde todas las mañanas, colibríes, canarios, mochuelos y mariposas, acudían a juguetear entre las trinitarias, cayenas y margaritas. Un espacio naturalmente soleado que le daba luz y frescor, al tiempo que rompía la aséptica rigidez que caracteriza las estancias en los centros clínicos.

Isabel su esposa, se había asegurado que la habitación reuniera esas condiciones, interpretando la premonición de Fabián que en una ocasión le hizo jurar que, si alguna vez él sufría un accidente y quedaba inconsciente, no permitiera que lo recluyeran en una Unidad de Cuidados Intensivos convencional y se asegurara que el cabecero de su cama estuviera de frente a una ventana, porque cuando despertara, un año después, lo primero que quería ver era la claridad del día.

Le había hecho jurar que pese a cual fuese el concepto médico, ella no permitiría que se desconectará de los medios científicos que lo mantenían aferrado a la vida. Pero que si después de un año no había despertado, ella misma solicitara su desconexión.



Habían transcurrido diez meses desde el día en que fue ingresado con pronóstico medico reservado por el fuerte golpe en la cabeza que sufrió, al caer de un árbol de níspero cuando rescataba a su mascota, una gata cachorrita, que después de llegar a lo más alto del frondoso árbol, se aterró por no saber cómo bajar y paralizada maullaba angustiada a punto de caer.

Durante los diez meses que llevaba inconsciente había adelgazado muchísimo pero su rostro, aunque demacrado, mantenía un esperanzador color de vida, que Isabel atribuía a la luz natural que penetraba por el ventanal.

Sin embargo, aparte del color de su rostro y su respiración marcada por el aparato encima del cabecero de su cama, no había ninguna otra señal de vida.

El fuerte golpe recibido en la cabeza, aunque no había producido un traumatismo craneano irreparable, si fue lo bastante severo para sumirlo en el estado de inconsciencia en el que se encontraba, y del cual los neurólogos que lo trataban, se habían declarado impedidos para hacerlo despertar.

Aunque creyente y con el convencimiento de que los milagros estaban por encima de una sentencia médica, Isabel comenzaba a debilitarse. Se preguntaba si valía la pena prolongar y alimentar una esperanza de vida fundamentada en una premonición inspirada en el sueño de un idealista como su marido, o aceptar la contundencia científica de un diagnóstico médico, que prácticamente negaba una posibilidad de que su marido reaccionara y saliera de ese estado de letargo para estar otra vez entre ellos.

Se sentía cansada y avergonzada porque a falta de solo dos meses del plazo en que Fabián había dicho que despertaría, había perdido fuerzas para mantener el juramento que le hizo de mantenerlo conectado y temía sucumbir a la decisión de desconectarlo. Es más, le mortificaba el profundo alivio que sintió al imaginar ejecutada esa posibilidad.

El último día de décimo mes, extenuada por la espera y sin una señal que la alentara a mantener su promesa, decidió incumplirla y pedirle a los médicos desconectar los aparatos, pero en el último momento desistió de hacerlo porque le asaltó la duda; ¿Y si en realidad su marido podía predecir el futuro? Se preguntó angustiada. Y tenía razón para pensarlo, al fin y al cabo, Fabián había predicho el accidente que lo mantenía en cama inconsciente.

Se lo pidió una tarde en la que sentados en la terraza del patio de su casa, le contó que tenía un sueño recurrente en el que sin saber por qué, se subía a un árbol muy alto a observar el horizonte y al distraerse observando maravillado su inmensidad, piso en falso en la rama que estaba apoyado y se precipitaba al vacío.

Isabel continuó con su rutina diaria de sentarse al lado de la cama de Fabián y hablarle sobre la ilusión que tenían ella y a sus hijos, de sentirlo nuevamente entre ellos. Nunca le hablaba sobre lo cansada que se sentía ni mucho menos de esa ocasión en la que había estado a punto de aceptar la conclusión médica y desconectarlo.

No lo hizo porque era una convencida, que las personas en estado de coma podían escuchar cuando se les hablaba, pese a que los médicos le habían manifestado en varias oportunidades, que no existía ninguna prueba científica que demostrara que eso ocurriera.

- Existen estudios que señalan que algunos pacientes tienen cierta percepción emocional que puede hacer que los sonidos de las voces actúen como estímulos en su subconsciente y expresen señales que puedan hacer pensar que escuchan, pero eso no se ha comprobado. – Le respondió en una ocasión uno de los médicos, a quien Isabel le consultó al respecto.

 

- ¿Cree usted en los milagros Doctor? – Le preguntó también Isabel, durante la conversación.

- Soy médico señora. Un científico – Le respondió el galeno.

Pero Isabel no era de medias respuestas y no desistía hasta escuchar la respuesta que ella quería oír, por lo que contra preguntó.

 - Pero han ocurrido sanaciones que se pueden calificar como milagros ¿cierto?

El médico la miró cansado con la insistencia de la mujer y para dar fin a la conversación respondió con un seco.

- Si.

Una mañana la sorpresa recorrió todas las instalaciones del Hospital y sus residentes, personal médico, trabajadores y pacientes que conocían la premonición de Fabían, por que Isabel la había contado, no creían lo que estaba felizmente pasando. Ese día justo un año después tal y como lo había presagiado Fabián Montero, despertó con toda tranquilidad saliendo del coma y viendo, como lo había pedido, la claridad del día a través de la ventana.

La primera vez en que pudieron sentarse juntos en el jardín de su casa, después del revuelo que causó el cumplimiento de su presagio, Isabel le contaba a Fabián todo lo ocurrido durante ese año que estuvo inconsciente, pero calló de pronto y dijo con seguridad:

- Pero no sé para qué te lo vuelvo a contar, porque tú me escuchabas cuanto te hablaba. ¿Cierto?

Fabián Montero que conocía muy bien a su esposa, sabía que cuando ésta preguntaba afirmando como lo acababa de hacer, esa era la respuesta que quería escuchar. Así que la miró a los ojos contestando inmediatamente.

- Claro que si cariño

Y extendiendo su mano hacía ella le preguntó

- Y tú, ¿pensaste alguna vez en desconectarme?

Ella tomó la mano de Fabián la apretó entre las suyas y le respondió con seguridad.

- Claro que No.

 

 

Hasta el próximo viernes Alfon.ricaurte@gmail.com

Mas cuentos del autor en el libro El Secreto de Hilda.

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