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Sede de la Revista Semana en Bogotá.
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Revista Semana

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“El que diga que no siente miedo, tiene huevo”: periodistas de Semana

Comunicador que ha liderado las investigaciones contra el Ejército se enteró de que dos sicarios de Boyacá fueron contratados para matarlo.

El domingo pasado, cuando la revista Semana publicó un trabajo que bautizó desde portada como “Chuzadas sin cuartel” (que denuncia posibles interceptaciones ilegales desde el Ejército con la supuesta venia del excomandante, general (r) Nicacio Martínez), un aparte dentro de uno de los artículos llamó la atención.

Se llamó “La persecución a Semana”. En ese espacio se mencionaba que una camioneta negra se parqueó durante varias semanas frente a la sede de la revista con un equipo portátil a bordo para interceptar celulares, que las labores de reportería de sus periodistas estuvieron “bajo vigilancia”, que se enviaron sufragios y lápidas. Incluso, que un coronel retirado acudió a una oficina de sicarios.

El Espectador habló con el equipo de periodistas que realizó la investigación, liderada por un curtido reportero de esa revista, quien, a fin de cuentas, fue el que llevó la peor parte. Lo evidencia, por ejemplo, ese tema del coronel que averiguó por sicarios en el San Andresito de Bogotá: su propósito, realmente, era contratar a dos hombres para atentar en contra de ese veterano periodista. Él se enteró por casualidad, pues viejas fuentes del CTI lo contactaron para decirle que requerían hablar con él urgentemente. Fue al búnker, se encontró con ellos y oyó de su propia boca cómo, en medio de una investigación sobre una red de sicariato en Bogotá, se habían dado cuenta de lo que aquel coronel estaba buscando.

El grupo de la Fiscalía que estaba en esa investigación tenía agentes infiltrados en el San Andresito y fuentes dentro del lugar. Por ese golpe de “suerte” fue que supo lo que se venía. “En esa vuelta, la gente del CTI detectó que había involucrados dos oficiales del Ejército retirados y uno activo. El CTI en realidad lo descubrió por accidente, en una investigación por otra cosa. Ellos no sabían nada del contexto en el que estábamos; les explicamos. Hasta ahí fue solo una tentativa, el plan no terminó cuajando, los sicarios no aceptaron. Pero los del CTI nos dijeron: ‘Acá tuvimos la suerte de enterarnos, pero puede ser que le ofrezcan el trabajo a alguien más. Paren bolas, cambien rutinas, este es un tema serio”.

Las amenazas comenzaron en 2018, luego de que Semana continuara divulgando resultados sobre su investigación acerca de posible corrupción en el uso de gastos reservados de las Fuerzas Militares —que arrancó en 2017, con la publicación “Dinero, espías y traición”—. La denuncia, básicamente, era sobre dineros públicos que habrían sido desviados hacia los bolsillos de altos oficiales para asuntos personales, como viajes familiares, o para compras irregulares de equipos de monitoreo. “A final de 2018 logramos conseguir unas buenas fuentes y nos empiezan a hablar del tema de los formatos que después publica el New York Times. Nos entregan algunas cosas. Hasta ahí el tema era relativamente tranquilo”.

Los formatos a los que se refieren son los que el diario estadounidense hizo públicos el 18 de mayo de 2019. En uno de ellos, los comandantes de unidades debían comprometerse con el entonces comandante del Ejército, el general (r) Nicacio Martínez, a doblar en 2019 los resultados operativos de 2018. Dado que entre esos resultados están las muertes en combate, el escándalo fue mayúsculo: ¿se trata del regreso de los falsos positivos?, se preguntó la opinión pública. El general (r) Martínez rechazó esa idea y aseguró que la premisa de privilegiar capturas sobre muertes en combate no seguía vigente en el Ejército, pero, tras estallar el escándalo, derogó la directriz por la que fue cuestionado.

Pero la revista no publicó el material que tenía, lo cual se supo gracias a un artículo de La Silla Vacía titulado “Semana tenía la investigación del New York Times”, que salió tres días después de las revelaciones del diario neoyorquino. La polémica se afianzó con una columna de Daniel Coronell, publicada en la propia revista Semana, en la que cuestionó la decisión editorial de ese medio de no divulgar la información de las directrices del general (r) Martínez. “Cuando eso trasciende comienzan a llegar una serie, primero, de llamadas. El tema arranca suave: ‘Sabemos lo que está haciendo; cuídese, no se ponga de sapo’. Eran llamadas por ahí un par de veces a la semana”, cuentan los periodistas.

Después, “el tema” dejó de ser “suave”. Las llamadas pasaron a ser diarias e incluían amenazas de muerte. Los periodistas extremaron los cuidados con sus fuentes, que era un grupo grande, pero a ellos también empezaron a llegarles los mismos mensajes que recibían los reporteros. El 23 de junio del año pasado, Semana publicó otro trabajo de fondo que comprometía a las Fuerzas Militares titulado “Operación Silencio”, en el que se hablaba de una cacería emprendida por el Ejército para encontrar a las fuentes del New York Times y, de nuevo, de corrupción. La cosa, entonces, se puso color de hormiga, especialmente para el líder de la investigación periodística.

Sufragios y seguimientos

“Ocho días después, a mi casa llegan dos sufragios; a la casa de mi hermana llegan tres, para ella, mi cuñado y su niña de seis años; a la casa de mi papá llega otro, a la casa de dos fuentes llegan otros. El tema se pone jarto. Las llamadas y los mensajes de texto aumentan. Era el sufragio típico: ‘Descansa en la paz del Señor…’ y decía los nombres de cada uno de nosotros, incluida mi sobrina. Claro, eso genera un problema en la familia, ellos nunca saben en qué estoy. Tuve que explicarles. Mi cuñado, por precaución, decide que todos dejan su casa. Mi papá también tiene que irse a esconderse un rato. Mi hermana se va a donde los suegros y mi papá a donde un tío, para bajarle la temperatura al tema”, relata él.

El 8 de julio vino otro golpe periodístico, titulado “Las ovejas negras”, en el que se mencionaba nuevamente la cacería a las fuentes del New York Times y casos de corrupción que involucraban, entre otros, al segundo comandante del Ejército, el general (r) Adelmo Fajardo, y al general (r) Jorge Romero, cabeza del Comando de Apoyo de Acción Integral. Diez días más tarde, Fajardo fue retirado de la institución y la misma suerte corrió Romero en septiembre de ese año. A este último, además, la Fiscalía le imputó los delitos de cohecho, celebración indebida de contratos, concierto para delinquir y peculado a favor de terceros y propio. Él, aunque no aceptó cargos, quedó detenido en una unidad militar.

En ese momento, los periodistas de Semana habían notado que los seguían y que quienes lo hacían no lo disimulaban. “Querían que supiéramos que estaban encima”. Esa circunstancia les generó un problema con las fuentes: ¿cómo podían verse con ellos si no era seguro guardar la confidencialidad de su identidad? “Optamos por hacer reuniones en las madrugadas del domingo para amanecer lunes, por ejemplo”, responden los periodistas. “Era más fácil darse cuenta si había alguien siguiéndonos. Era muy desgastante para las fuentes y para uno. Los tipos siempre iban detrás nuestro. En motos, permanentemente, las mismas motos. Lo hacían demasiado evidente con el fin de intimidar”.

Los periodistas cambiaron sus rutinas, pero, un día, se hizo urgente una reunión a plena luz del día entre el reportero que encabezaba la investigación y una fuente. Tanto él como la fuente llegaron en taxi al sitio de encuentro pactado, en el norte de Bogotá, en un lugar donde no había cámaras. De nada sirvieron las medidas: allá llegaron quienes los seguían. La fuente se dio cuenta y salió a encararlos con pistola en mano. “El tipo le confiesa que es de inteligencia militar; que su superior, un capitán, le había ordenado documentar esa reunión. ¿Cómo supieron de ella? No sabemos. Tratábamos de no hablar por teléfono, ni Whatsapp ni cosas de ese estilo”.

La publicación de “Las ovejas negras” fue la semilla para la última portada de “Chuzadas sin cuartel”, pero el clima para trabajar era hostil. Al punto que una noche, tras salir de la revista hacia las nueve, el reportero líder del equipo cogió por la autopista Norte rumbo a su casa y allí detectó que un carro lo seguía. Él disminuyó la velocidad y lo mismo hizo el otro automóvil en vez de pasarlo, lo que le confirmó que “algo raro” pasaba. Cuando llegó a conducir casi a diez kilómetros por hora, el carro lo superó, se puso en frente suyo y alguien sentado en la silla trasera sacó una pistola por la ventana derecha. “Empiezan a moverla, hacen el amague, pero no la accionan nunca. Pensé en denunciar, pero no sabía ante quién”.

¿A qué autoridad recurrir?, se preguntaron varias veces los periodistas. No confiaban en la Fiscalía, donde, como confirmó el propio fiscal general (e), Fabio Espitia, varias de las denuncias por corrupción que ventiló “Semana” reposaban desde hacía un buen tiempo. Reposaban en quietud total. No podían ir a la Policía para no empantanar el trabajo periodístico, pues creían que se podría presumir que había una campaña de esa entidad en contra del Ejército. Esa noche en la autopista Norte, el periodista se salvó cuando golpeó al vehículo de adelante con su propio carro, que es viejo y blindado. “Los tipos salen pitados. No supimos nunca si eso era parte de la intimidación… el episodio lo dejamos ahí”.

El 25 de agosto de 2019 vino, de nuevo, una publicación acerca del Ejército: “El general en su laberinto”. En ella se detallaba el pliego de cargos de la Procuraduría en contra de oficiales que habrían protagonizado la persecución dentro del Ejército a los oficiales que estuvieran filtrando datos a los medios de comunicación, lo que incluía al general (r) Nicacio Martínez. Entre una publicación y otra (de julio a agosto), a las fuentes de los periodistas les llegaron unos doce sufragios. “En la cacería cayó gente que no tenía nada que ver, gente inocente que cayó por simple sospecha. En ese afán loco les acabaron la carrera a oficiales muy buenos”.

Mientras tanto, cerca de “Semana” ocurrían detalles que ellos no habían notado. Detalles que les parecían hasta tontos, como que la señora que siempre vendió dulces en frente del edificio dejó de ir y, en su reemplazo, apareció un hombre. “No le parábamos tantas bolas”, aceptan los periodistas, quienes, en cambio, sí trataban de rastrear las llamadas amenazantes que recibían. Descubrieron que las hacían desde teléfonos con los que se venden minutos en la calle, que lo hacían desde diversos puntos de Bogotá, de Ciudad Bolívar, en el sur, a barrios del norte donde termina la capital, y que las llamadas se realizaban en puntos donde no había cámaras de seguridad. “No hubo forma de seguir más allá esa pista”.

Una pista que sí pudo seguir el periodista líder del equipo periodístico tenía que ver con el envío de sufragios a su casa: con la aplicación Rappi. En las porterías de su conjunto hay cámaras y, así, el reportero, pudo dar con uno de los mensajeros de Rappi que fue a dejarle un sufragio. “Él me contó lo siguiente: ‘Me ubicaron dos señores, que estaban afanados, para entregar un sobre cerrado y me pagaron $50.000’. A mí me tocó poner cámaras por todo lado en el perímetro exterior de mi casa, y alarmas, aunque yo no guardo información importante allí. Pero no sabía si podían hacer algo dentro de la casa”, cuenta el reportero, quien, ante tanta presión, decidió sacar a su padre de Bogotá.

El plan en Boyacá

Lo envió a un municipio antioqueño con uno de sus tíos, pero “como a los dos o tres días de estar allá, le llegó su sufragio. Era claro que sabían dónde estaba. Tocó cambiarlo para otro sitio por un tiempo”. El ambiente venía grave y empeoró en septiembre, cuando apareció de repente una antigua fuente del periodista pidiéndole hablar de inmediato. Lo que ocurrió después fue una escena similar a la que viviría luego con agentes del CTI: el hombre le reveló que había un plan para asesinarlo. La vieja fuente le contó que dos hombres jóvenes de la zona esmeraldífera de Boyacá se habían emborrachado con su jefe de seguridad a quien, entre tragos, le confesaron haber recibido $20 millones por matar al reportero.

El jefe de seguridad, contó la citada fuente, les dijo: “Ese es amigo de mi patrón, esperen un momento”. Los condujo a donde el hombre, quien oyó el relato y decidió buscar al periodista. “El sábado usted sale a las 6 a.m. a dar clases, ¿verdad? Bueno, ahí era cuando lo iban a matar”. La vieja fuente reunió a los dos jóvenes en Bogotá con el periodista, quien les pidió que denunciaran en Fiscalía. Ellos se negaron, alegando que aceptaron dinero para un asesinato. O sea, que cometieron un delito. La vieja fuente envió a los jóvenes en bus —a ellos les parecía más seguro que ir en camionetas vistosas— a una finca en Boyacá para protegerlos, pero en la vía a Ventaquemada los interceptaron dos hombres armados.

Han pasado más de seis meses desde ese episodio, que ocurrió unos doce días después de la fecha que los jóvenes habían pactado con quienes los contrataron para matar al periodista. De ellos, a la fecha, no se sabe nada. Unas tres semanas después se dio la conversación en el búnker de la Fiscalía con los agentes del CTI que le contaron de los militares que buscaban sicarios en el San Andresito para acabar con su vida. Y, encima, sucedió algo más: el conductor de un oficial del Ejército fue interceptado en una madrugada y cuatro tipos lo cogieron a golpes con palos y bates mientras lo grababan. El video llegó a su jefe con un mensaje: “Eso mismo le va a pasar a usted, a sus hijos y al periodista de Semana”.

“Ellos presumían que él era fuente mía, pero no lo era. El oficial les contó a algunos superiores, pero no quiso denunciar por susto, por su familia. Pidió el retiro y se fue”, cuenta el reportero. Pocos días después de ese incidente, el líder del equipo periodístico recibió una visita de funcionarios de una agencia de seguridad extranjera, que le informaron que había “motivos muy serios para creer” que él sería objeto de un atentado. No le dijeron más. “Para esa época, por todo lo que estaba pasando, era muy difícil reunirse con las fuentes y, al tiempo, protegerlas. Opto por vender mi carro, pido una licencia en Semana y salgo del país”. Corría el mes de noviembre.

Estuvo en Europa unos días, pero el exilio fue corto y regresó pronto. Buscó a una fuente y, creyendo que nadie sabía de su regreso, la citó un domingo en la mañana en la revista. “Más adelante, gente del Ejército me mostró los videos en los que nos veíamos mi fuente y yo encontrándonos, me dijo que había metida gente de inteligencia y contrainteligencia militar. Aun en medio de todo esto hubo mucha gente del Ejército que nos ayudó”. Esas mismas personas que ayudaban, de hecho, fueron esenciales para develar —al menos parcialmente— quiénes pusieron una lápida en el carro de ese periodista. Pasó poco después de haber retornado al país, en un parqueadero ubicado en el exclusivo barrio de Rosales, al norte de Bogotá.

El reportero venía de una extensa reunión en un hotel cercano. Al montarse a su camioneta sintió un golpe en la parte de atrás, se bajó y encontró la lápida. “En las cámaras de seguridad se ve que, a los veinte minutos de yo llegar, se parquea un Renault Sandero gris al lado de mi carro, se baja un tipo con cachucha, en nada pone la lápida, paga, arranca y se va”. Las cámaras de seguridad de la zona permitieron ubicar el carro, que circulaba con una placa falsa. Detectando los celulares que estuvieron en la zona a esa hora se estableció que el carro entró a una sede de contrainteligencia del Ejército en el sur de Bogotá. Gente del Ejército le confirmó al periodista que el carro estaba adscrito a esa área de la institución.

“La única protección es Dios”, dice este amenazado periodista, quien ya tuvo esquemas de seguridad y renunció a ellos, en buena parte, porque entorpecían sus labores de reportería. Aunque nadie ha salido lastimado hasta ahora, él y el equipo recuerdan un antecedente que los hace temblar: el atentado contra un oficial del Ejército que investigaba a “manzanas podridas”, quien terminó cuadripléjico. “En la Fiscalía no pasa nada con las denuncias contra militares y creo que ellos saben que gozan de cierta impunidad, por eso no confiamos en esa institución”. La última pregunta para hacerles a estos periodistas es evidente: ¿tienen miedo por todo lo que está pasando? “El que diga que no siente miedo con esto, tiene huevo”.

*Tomado textualmente del diario El Espectador

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