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¿Seguimos tumbando monumentos históricos?

La sociedad es una especie de argamasa provocada por fenómenos que hoy valoramos como negativos o positivos, dependiendo de la perspectiva asumida. El presente recibe el resultado de la guerra, del conflicto, la dominación y la muerte que actuaron en el pasado.

Mucho de lo que hoy consideramos nuestro, como parte de la identidad que nos diferencia, suele tener más de un proceso detestable a sus espaldas. El idioma que hablamos, la religión profesada, los alimentos y la forma de prepararlos, entre otros elementos de la cultura, son frutos de la colonización europea, para bien o para mal.

El mestizaje en todas sus expresiones está ligado a la violencia y al horror de los tiempos idos, y ha dejado toda su carga material y simbólica en el presente, también para bien o para mal. Las cosas buenas que hoy aceptamos, suelen tener un lado detestable, monstruoso, como consecuencia de su historia.

En el nivel de la cultura simbólica y material hay concreciones resistentes de ese pasado tortuoso, como contenidos de la memoria, que no podemos borrar sin borrarnos nosotros mismos. ¿Cómo hacer desparecer las estructuras simbólicas occidentales de la cultura contemporánea sin acabar con la mayoría de las sociedades de casi todos los continentes?

El mundo ha sido el resultado de la conquista, la guerra, el colonialismo y la dominación de unos pueblos sobre otros, y ese torbellino ha generado materializaciones de la memoria en la iconografía, en la monumentaria, y patrones simbólicos que hacen parte de la carne y de la sangre de los pueblos.

A pesar de que hoy ya no somos una sociedad esclavista ni colonial perviven aspectos de un pasado que sí fue esclavista y colonial, haciendo parte de las culturas nacionales contemporáneas, los cuales son percibidos, en su gran mayoría, como positivos, como nuestros, a pesar de su origen tortuoso.

Para defender sus territorios de los ataques enemigos, los españoles construyeron un sistema de defensas en todo el Gran Caribe, el cual es percibido hoy como de gran valor histórico por los gobiernos y los pueblos, incluidos los más radicales, como es el caso de Cuba.

Sería horroroso que, bajo el argumento anticolonialista, se orquestara una campaña de demolición de fuertes, murallas, y de cualquier otra clase de iconografía, sin detenerse a pensar en las consecuencias económicas y sociales de semejante acto de barbarie.

Cartagena, San Juan, San Agustín, Santo Domingo o La Habana no serían lo que son sin esa monumentaria que proviene de otros tiempos, y que las define como epicentro turístico y como lugares de memoria. Sitios donde la memoria histórica asume la forma de objetos materiales de la cultura.

¿Qué ocurriría en este planeta si todas las ciudades de todos los países decidieran demoler todos los edificios altos porque estos son el resultado de la influencia del imperialismo norteamericano y de otros imperialismos? No podemos seguir haciendo tabla rasa del pasado, sino utilizar este para analizar con cuidado el sentido y las consecuencias de nuestros pasos.

Es claro que del pasado provienen aspectos perversos, si los vemos desde el ángulo de la necesidad de un entramado social más humanista, con tolerancia cero para el racismo, por ejemplo. Pero no todo se puede tumbar, sin tumbarnos nosotros mismos.

Lo que ocurrió hace poco en los Estados Unidos es una secuela de la sociedad esclavista que existió en ese país hace siglos. El racismo contra los afrodescendientes (y contra otros grupos) proviene de ese pasado en que dominaba en el sur el modo de producción esclavista.

La reacción en cadena que provocó el asesinato de George Floyd es una respuesta fruto de la indignación que genera el maltrato y la discriminación dentro de una cultura enferma, todavía incapaz de desligarse de su pasado perverso, en cuanto al racismo.

La indignación ciudadana se tomó las calles y derribó estatuas, en un fenómeno similar al que ocurrió en la Unión Soviética con la estatuaria de Lenin, cuando se derrumbó la URSS, o en los tiempos en que cayó en desgracia el tirano Sadam Hussein. Son eventos parecidos, pero no iguales, pues en cada caso concurren variables ideológicas y políticas diferenciadas.

Las estatuas de los líderes del sur, derribadas en las ciudades norteamericanas, representan en el ahora algo más que la simple simbolización de la historia. En el contexto actual, esa estatuaria se liga a una cultura racista, viva, que subsiste como una tara ideológica que toca a todos los estratos.

El ataque al racismo, que copó las calles, ahora se traslada a los monumentos históricos que, de algún modo, lo representan. Con el marco de justificaciones ideológicas que existen, es iluso pedir lo que han pedido algunos historiadores (sobre todo teniendo de trasfondo una justísima protesta social contra el racismo): que se respete esa estatuaria, por respetar la historia del país.

Eso es como pedir, a las turbas enardecidas, que no tumbaran las estatuas de Lenin o de Hussein. O como decir a los soldados aliados que dejaran intacta la estatuaria de Hitler y los símbolos del nazismo. Después de lo ocurrido, esa reacción era casi inevitable. La coyuntura de lucha contra el racismo en los Estados Unidos (necesaria y justa) está tomando contornos explosivos y destructivos a nivel internacional.

¿Hasta dónde se puede llegar en el marco de esa protesta, provocada por la indignación social? Esa es una pregunta de fondo, que se asocia con la valoración que hacemos de nuestros objetos de cultura y con la historia. ¿Es correcto eliminar de plano los vestigios del pasado, eliminando todos los monumentos y todas las estatuas?

Responder afirmativamente esta última pregunta equivale a destruir el patrimonio histórico, sin tener en cuenta consideraciones sociales de fondo acerca de cómo se estructuró la sociedad, y qué tipos de usos tiene ese patrimonio en el ahora. Es claro que esta posición extrema no solo desconoce la historia, sino que bordea el irracionalismo sin causa.

Pienso que debemos atender a la experiencia internacional para pensar esta problemática. Los eventos históricos no son necesariamente un cuento de hadas; la historia chorrea sangre por todos sus poros, como nos lo recuerdan los grandes pensadores, entre ellos Marx. La memoria suele tener facetas catastróficas y facetas agradables.

Las agradables quizás no tengan ninguna discusión, cuyo motivo principal es la ideología o la política. Un Museo del Carnaval o un Museo del Oro se conectan hoy con sensaciones que no provocan gran malestar. Pero convertir un campo de concentración o un cuartel militar en un lugar de memoria, sí.

La memoria histórica desagradable, concentrada en un lugar de memoria, lo es para un sector de la sociedad, el victimizado, aunque el victimario no lo vea de ese modo. Así es este problema de la historicidad y de su representación material o simbólica en el presente: su carga ideológica y política no se puede evitar.

En consecuencia, una alternativa para enfrentar la destrucción de la estatuaria problemática en los Estados Unidos podría ser la de agruparla en un museo, tal como se ha hecho en otros casos, en los cuales el objeto de cultura no se destruye, sino que se exhibe con las aclaraciones históricas y críticas del caso, para garantizar la educación de los vivos, y la probable no repetición de las acciones y contenidos que simbolizan.

Este es el sentido práctico de los museos erigidos contra el holocausto orquestado contra los judíos, de los centros de memoria en España, Argentina y Colombia, que recuerdan catástrofes humanitarias como una forma de intentar prevenir su repetición.

La estatuaria de los jefes esclavistas norteamericanos podría tener ese destino. No como una forma de ensalzar el esclavismo y el racismo, sino como una manera de comprenderlo y ayudar a superarlo. Permitir esas estatuas en la vía pública es una forma de aceptar la provocación de las élites racistas, y es, además, una manera abierta de incitación al delito.

Lo que sí no se puede es seguir en esa vorágine de destruirlo todo sin ton ni son, sin reparar con calma en la historia de los países, sin entender que la sociedad humana es una especie de doctor Jekyll y Hyde, que detrás de las acciones perversas trae consigo sedimentos de cultura que hacen parte de nuestros genes sociales, para bien o para mal.

El patrimonio histórico de los pueblos es una parte principalísima de ese sedimento genético, que no podemos destruir sin destruirnos nosotros mismos. La pintura, el arte, la religión, las edificaciones de época, el idioma, la comida, el vestido, etcétera, son aspectos esenciales de ese patrimonio que no podemos destruir sin socavar completamente la existencia actual.

La protesta social válida, la lucha necesaria contra el racismo, la desigualdad y la discriminación, se pueden hacer sin desconocer nuestra compleja historia, con sus espacios oscuros, con su sangre y con su vida. Tumbar monumentos históricos sin tener en cuenta la historia es un atentado, también, contra el río que carga la urna de cristal sangrante de la vida humana en el tiempo y el espacio.