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La investigación histórica como pasión

Es casi un lugar común sostener que la investigación histórica es fundamental para entender lo que ya ocurrió, y para producir saber científico sobre la sociedad en el tiempo. La historia, como ciencia, se encarga de elaborar conocimientos acerca de lo que ya no está, con el propósito de que resulten útiles para el presente, y hasta para planear el futuro.

Lo que se analizará en esta columna no es el papel social de la historiografía, sino el efecto de la investigación histórica en las personas que deciden seguir el apasionante sendero de hurgar en las huellas que legó el tiempo, para conocer cómo vivieron nuestros antecesores y cuáles fueron sus actividades.

Quien investiga está poseído por esa pasión por aprender, por saber cómo sucedieron las cosas. Nadie se apasiona por un objeto de estudio porque lo conoce con pelos y señales; el impulso proviene de la necesidad de conocerlo. De donde se infiere que la principal motivación de un historiador no parte de que ya sepa, sino de ser un ignorante.

La ignorancia sobre lo que se va a estudiar es uno de los principales acicates para iniciar el difícil (pero gratificante) camino de la investigación histórica, y es, también, la chispa que despierta el interés por continuar avanzando en el proceso de conocimiento de las actividades humanas en el tiempo.

Quien está consciente de su ignorancia (y persuadido de que puede superarla), ese es el investigador de raza, aquel que emplea los instrumentos de la investigación como un medio para aprender y para producir conocimientos históricos. Desde este punto de partida es posible deducir que, una vez logrado el objetivo, el interés por ese objeto de estudio decae, por la pérdida del entusiasmo que motivó su esclarecimiento, y es reemplazado por otro.

Si la ignorancia es uno de los principales motores para investigar, la pasión por la tierra, o por cualquier otro tema concreto, no se queda atrás. Uno investiga de manera distinta aquello que ama, que está cerca de su corazón, como el lugar dónde nació, el pueblito de sus amores, el partido político que lo cobijó o la ideología que le entregó seguridad.

El interés romántico no es un pecado, y lo creó la vida para insuflarle sentido a la existencia humana. Si uno estudia cosas lejanas, que casi no tocan las fibras del corazón, ¿por qué no puede investigar aquello que penetra directamente en nuestro ser y que hace parte integral de este?

Lo único a tener en cuenta por los estudiosos de la matria (la patria chica, según Luis González y González) es no teñir de amor lo que no es amor, sino guerra u odio. Es decir, que el vaho amoroso no sirva de cortina de humo para distorsionar lo ocurrido, presentándolo con ropas de seda, cuando se está en presencia de alguien andrajoso.

El cuidado que debe tener el amante de un partido partido o de una ideología es un poco diferente al de quien ama a su tierruca. Lo político y lo ideológico son dos fuerzas tan potentes que podrían llevar al historiador a construir auténticas barbaridades, violando sin escrúpulos el sentido de verosimilitud que siempre debe guiar su esfuerzo.

La simpatía de quien siente pasión por un grupo o por una ideología es un poco diferente del arrobamiento romántico que suele sufrir aquel que tiene el corazón poseído por el amor a su tierra. Pero ambos están expuestos al peligro de ocultar los matices de la realidad, precisamente por la pasión que los agobia.

Ese tipo de interés pasional podría conducir al historiador a negarse a ver lo que ocurrió, o a emitir explicaciones mentirosas, solo porque no supo establecer una adecuada distancia entre lo que ve con la razón y lo que siente con el corazón. El peligro de masacrar la capacidad crítica en aras de congraciarse con la ideología conduce, irremediablemente, a producir historia panfletaria o panegirista, donde la verdad suele brillar por su ausencia.

Tales riesgos, casi inevitables en el historiador “romántico” y en el “ideológico”, podrían no ser decisivos si el investigador adquiere consciencia de que existen, y de que su principal compromiso es con la ciencia y con la verosimilitud, no con la ideología, el partido o la tierruca.

Esto, que se expresa de modo muy sencillo, es muy difícil de cumplir a la hora de investigar. Pero, a pesar de la dificultad, es el camino menos pedregoso para obtener resultados creíbles y sostenibles, desde el punto de vista de una historia crítica y científica.

El otro sendero, más sinuoso y duro de recorrer, es la vía acrítica e ingenua que oculta los matices de la realidad por inconvenientes (según la perspectiva del ideólogo o del romántico), con lo cual se violan los protocolos más elementales de la ciencia, sobre todo aquel que reza que el científico no muere por decir mentiras sino por blandir la verdad.

La investigación histórica posee una alta dosis de pasión, pues se deriva de ese deseo siempre latente en los humanos por saber, por conocer, y por comunicar lo que se sabe. Este sería el interés matriz, fundamental, que siempre ilumina el trabajo de los historiadores.

Pero existen también otras formas de la pasión que es necesario comprender y dominar, si se entiende que por encima de ellas está el sentido de verdad y de crítica que ilumina a la ciencia. La historia enseña que la pasión política, ideológica o religiosa no siempre está a favor del desarrollo científico.

La historia, como ciencia, es de por sí una pasión para el historiador comprometido con la investigación y con el saber. La producción de conocimientos sólidos y verosímiles, mediante la investigación histórica, es su principal tarea. En este punto no cabe ninguna duda.