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El poder de Duque

Pocas veces en la historia reciente un presidente había tenido tanto control sobre Estado y tan poco control sobre el pueblo. 

Algunos dicen que a Duque el país se le está saliendo de las manos. Es curioso, porque, al menos en lo que respecta al Estado, rara vez se había visto un dominio así de los ‘pesos y contrapesos’ del poder público. 

En verdad, el partido de gobierno ha logrado ubicar alfiles en todos los espacios clave del poder. Empezando por los entes de control, Fiscalía, Procuraduría, Defensoría y Contraloría, son dirigidas por amigos, copartidarios y personas cercanas al partido de Gobierno o, directamente, al Presidente. Esto no es para menos: ninguno de ellos son “elegidos” por el ejecutivo, lo que de entrada debe decir algo también sobre el acceso que tiene el ejecutivo a las instancias en que estos se eligen. 

Precisamente, en lo que respecta a la justicia, el anuncio conjunto con los presidentes de las Altas Cortes mandó -para bien o para mal- un mensaje de unidad que, en anteriores épocas, hubiera sido impensable. Como si la sola presencia de los magistrados en Palacio no hubiese sido un símbolo, en sí mismo, suficientemente diciente, el contenido del mensaje era, expresamente, de “respaldo” a las acciones que adelantaba el ejecutivo. 

Por su parte, el Congreso cierra legislatura mandando un mensaje contundente que refleja el poder que el partido de gobierno, también, mantiene en esa instancia. En una semana, “cumplió” dos promesas del presidente en campaña: la reforma a la justicia y la reglamentación de la cadena perpetua. No es algo menor: sus antecesores en el ejecutivo invariablemente habían apoyado (y tramitado) ambas iniciativas, pero ninguno había logrado sacar las dos adelante.

¡Y vaya si las sacó adelante! El Presidente hizo lo que dijo: La cadena sí es perpetua, pues el mejor de todos los escenarios comporta una pena mínima de 50 años de prisión para el delincuente, y la justicia sí es reformada profundamente, al punto en que ahora no se requiere acreditar experiencia en derecho para ser juez de la república. En cada una de estas reformas, el Congreso le ha concedido más terreno al ejecutivo. En la de prisión perpetua, por ejemplo, el juez no podría revisarla sin contar con el visto bueno previo del INPEC (entidad adscrita a MinJusticia) y, en la reforma a la justicia, la declaratoria de la administración de justicia como un servicio público esencial garantiza que los paros no serán un dolor de cabeza para futuros ministros. 

La paradoja es que, en paralelo a esta aparente armonía institucional entre las ramas del poder público, el país está en llamas. Pocas veces el ejecutivo había tenido este nivel de afinidad interinstitucional y, al mismo tiempo, tan poca gobernabilidad.  

Vivimos tiempos raros para una democracia. Experimentamos una suerte de esquizofrenia de compenetración institucional con descontrol social. Quien solo analizara a este gobierno desde la perspectiva de la influencia que ha logrado consolidar sobre las principales entidades del Estado, tendría que aceptar que ha sido uno de los más efectivos de la historia reciente. En cambio, quien solo considerara lo que se ve en los desmanes diarios en las calles, creería que, en realidad, no hay Estado. 

En cuanto a arquitectura estatal se refiere, el presidente cuenta con todo lo que necesita para sacar su programa de gobierno adelante: amigos en los entes de control, coaliciones en el congreso y cercanía con la justicia. Esto es mucho más de lo que tuvieron los anteriores inquilinos de la Casa de Nariño. Sin embargo, cuando el poder público no está acompañado del poder popular, el gobierno se torna impotente. En estas condiciones, solo queda preguntarse (como famosamente lo hizo Echandía hace más de medio siglo): “¿El poder para qué?”.  

 Iván Duque, presidente de Colombia